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Boletín Afán Nº 39

¡ La hora de los enanos !

Editorial

Fue un hijo ejemplar arrojado, más que impulsado, a la política más peligrosa por el sentimiento atroz de la defensa de su padre. Tenía argumentos para ello: orador, jurista, joven, apuesto, valiente y de formación clásica española. Estaba muy por encima de la nómina intelectual de la clase política de entonces, y jugaba con una carta sorprendente: un atractivo juvenil que encandilaba a quienes irían detrás de él a una fundación política, a una militancia sacrificada, a una guerra inapelable, a un ejército expedicionario en Rusia, a una gestión política de lustros y a una defección clamorosa a los 40 años de su fusilamiento en Alicante. Y además puso en marcha una doctrina, especie de mixtura entre la moral política bien entendida y el sentido común en la gestión. Se protegió para ello en el indiscutible talento de Ledesma Ramos y de Onésimo Redondo, dos gigantes del sindicalismo mejor interpretado. Con el ingrediente heroico de la muerte de ambos igual que la del fundador de la Falange. Así entusiasmaron a una juventud para alejarla del marxismo -comunista o anarquista- y entroncarla en un valor nacional, también distante del mal menor de la tendencia inclinada a la reacción ñoña, alternando la vela a Dios con la del diablo.

La postguerra del fundador

Hay que bajar a los infiernos para repasar el bien producido por su muerte en 1936. El régimen de Franco tuvo un valor inapreciable ante España y ante el mundo, y es haber torcido el brazo al poder supremo de Stalin y Lenin. Pero también haber hecho posible la beligerancia contra el liberalismo político, que había arruinado las esperanzas de progresión de un pueblo en ruinas. Pero para ello ese régimen vencedor en lo militar necesitó un buen apoyo intelectual, cocinado en la universidad de la vida y en las aulas exquisitas del derecho. Y ese sostén político se lo entregó generosamente el legado moral y público de la Falange, hecho carne en el sentimiento producido por sus caídos, que entregaban su vida bendiciendo a Cristo y venerando el nombre de España.

Sin blasfemias, sin dientes de acero, sin cuentas ni gestos de aniquilación y depuración pendientes, José Antonio fue la tabla salvadora durante 40 años para una juventud con ideas e ideales. El marxismo se había apoderado del favor universitario, sin un solo valor político efectivo. Las calles de París llenaban la boca y el morral de las piedras del 68, ausentes de ninguna perspectiva de futuro, pero las cabezas juveniles mejor dotadas deglutían con sabor a primavera un alimento propio. Lo malo es que los dirigentes, en gran parte, habían dejado de creer en él y no respaldaban ese formulario envenenado por el analfabetismo político en el origen y la nada más profunda en el ejercicio. Y así llegaron a inocularlo como pandemia a una clase política favorecida por el régimen pero que manifestaba, en alta voz, que «ya no sabía si era de los nuestros».

El harakiri

Y se produjo lo peor. Los cenáculos europeos seguían creyendo que Franco era el fascismo. Sus principales impulsores habían sido miembros destacados de las Brigadas Internacionales. Y unían dos grandes cuentas sin cobrar: la respuesta a la derrota militar y a ese «fascismo» particular que había puesto a España en el noveno lugar ante las naciones más industrializadas del mundo. El espíritu del caído de Alicante formaba parte de esa factura sin cobrar, porque había sido uno más, y muy principal, del espíritu de la Victoria. Y eso resultaba intolerable para un consorcio vencedor en otra guerra, más cruenta y más grande, que había hecho todo lo posible por castigar a España a la pobreza, a la exclusión y a la más cruel de las iniquidades.

Y todo eso llegó a la voluntad y al entendimiento de una nueva clase política autentificada ya con el timbre liberal, poseída de una carga del intelecto superior a la de su moral, arrojando su voluntad por el despeñadero, despeñándose en el mismo acto usos, costumbres, educación, modales y creencias… Llegando así a una Reforma Política primero y a una ruptura después con el pasado, que es ni más ni menos la sangre, puede que martirial -habría que estudiarlo-, de un hombre que llevó detrás de sí un germen genesíaco. Y del que puede que no haya valorado en su medida no sólo esa clase política sedicente y apóstata, sino familiares y amigos íntimos de éste, de altísimo copete y saneada corona, que nunca estuvieron en su longitud de onda y que les hizo ser alguien en el mundo, con reverencia muy especial, gracias al sacrificio del hombre que dijo: «Sólo sé que tengo un alma capaz de salvarse o condenarse, y quiero saber, a la hora de mi muerte, si estoy preparado para ello».

Un hombre así no merece salir de un templo religioso, cargado de sangre y de gloria, para pasearlo por la inmundicia patibularia de un segundo asesinato en medio de las turbas que nos narran los evangelistas.

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