Bajo el tutelaje del ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo, Alfredo Sánchez Bella empezó a constituir un nuevo organismo que bebía del concepto de Hispanidad que había destilado Ramiro de Maeztu y Manuel García Morente. Su catolicismo hispanista tenía más posibilidades de triunfar que el extinguido neoimperialismo falangista. Su perfil político moderado, los abundantes contactos extranjeros por la militancia en organizaciones apostólicas internacionales y su cosmovisión católica tradicional, heredada de sus fundadores, el Padre Ángel Ayala S.J. y Ángel Herrera Oria, les convirtió en los políticos idóneos para la nueva imagen del régimen, después del fin de la II Guerra Mundial.
El primer fruto del proyecto cultural de aquellos hombres será el Instituto de Cultura Hispánica. El nuevo ICH tuvo autonomía jurídica y entre sus objetivos estaba estrechar relaciones con los países hispanoamericanos a través múltiples actividades culturales. Los instrumentos concretos fueron la actividad editorial de libros y revistas especializadas, la cátedra “Ramiro de Maeztu” en la Universidad Central de Madrid, el Colegio Mayor “Hernán Cortés” en Salamanca, la entrega de premios a libros, revistas y películas de temática hispánica, y un programa de becas de viajes, para traer a España a intelectuales de prestigio, de línea hispanista, con preferencia profesores de universidad y miembros conocidos de la prensa escrita, debía dar a conocer una nueva realidad de la España oficial.
El ICH se pobló de elementos procedentes de organismos católicos, quienes podían conectar mejor con sus homólogos hispanoamericanos. Su primer director fue Joaquín Ruíz Giménez, presidente internacional de Pax Romana y catedrático de Filosofía del derecho, aunque su mandato fue de un breve periodo, porque al poco de subir al cargo en 1946, sería nombrado dos años después embajador de España ante el Vaticano. Su activa vida pública puede seguirse en la reciente publicación de sus diarios. Su sustituto en el ICH fue Alfredo Sánchez Bella, quien compartía una biografía de fuerte activismo en asociaciones apostólicas católicas. El alcarriano fue presidente de la rama masculina de Acción Católica de Madrid, vicesecretario de la Federación de Estudiantes Católicos, secretario de Pax Romana, también había sido responsable del área de cultura del Consejo de la Hispanidad, órgano previo al ICH, y secretario del Colegio Mayor Jiménez de Cisneros. En aquel momento compatibilizaba su puesto de profesor de Historia Política Moderna en la Universidad Complutense con la Escuela de Problemas Actuales
Hispanoamericanos del Departamento de Estudios y Orientaciones del ICH. A través de aquel listado de cargos había podido acceder a una rica agenda de contactos procedentes de la Confederación Interamericana de Estudiantes Católicos (CIDEC).
Aquellos intelectuales hispanoamericanos pertenecían al mundo de las letras, en su mayor parte procedían de asociaciones católicas estudiantiles, donde los jesuitas principalmente habían incentivado un hispanismo confesional que había calado en el espíritu nacionalista y anti-anglosajón de muchos de ellos. Unos pocos tenían antecedentes de haber colaborado en las iniciativas a favor del bando nacional durante la Guerra Civil. El perfil de los nuevos amigos de España debía ser de un catolicismo anticomunista firme y una probada profesionalidad académica, para evitar sintonías con el mundo desaparecido fascista. Ellos serán los colaboradores de los nuevos medios nacidos en el ICH: la revista Mundo Hispánico en 1947 y Cuadernos Hispanoamericanos en 1948. En esta última revista, la calidad de sus primeros directores se hará notar, con Pedro Laín Entralgo y Luis Rosales sucesivamente.
El ICH contribuiría de forma destacada con otros organismos, como la Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla a organizar los cursos de la Universidad de Verano de La Rábida, donde la abundante presencia de estudiantes y profesores del otro lado del mar, provenía de una política de becas financiada por el ICH. Del mismo modo, colaboró con el CSIC en su respectiva Universidad Internacional de Verano en Santander, la “Menéndez y Pelayo”. Las universidades de verano se transformaron en la ventana internacional, mediante la cual, los invitados extranjeros podían observar una realidad oficial, admisible y vendible al exterior.
Los intelectuales hispanoamericanos que colaboraron de forma activa en fraguar aquel puente cultural, tenían entre sí una fuerte relación de amistad, son protagonistas del llamado renacimiento cultural católico, al ser jóvenes estudiantes que participaron en los diferentes congresos eucarísticos organizados por todo el continente, y que sirvieron de toma de contacto entre sí (Belaunde 1993: pp. 183-188). Entre los más representativos estuvieron el peruano Víctor Andrés Belaunde, el argentino Juan Carlos Goyeneche, hijo del alcalde bonaerense que recibió a Ramiro de Maeztu como embajador de España, los chilenos Jaime Eyzaguirre y P. Osvaldo Lira, o el nicaragüense Pablo Antonio Cuadra. Su visión hispánica se oponía al naciente populismo indigenista surgido en Perú o en México, pero también al hispanismo racial criollo, semejante al colonialismo germánico o británico de raíz biopolítica. Defenderán una identidad mestiza, marcada por la catolicidad y con capacidad de resistencia cultural ante la hegemonía mostrada por los EEUU.
Sobre el carácter de su visión, el historiador chileno escribía: “El español saltó sobre las dificultades que le imponían las distancias geográficas, los particularismos de tribu y las adversidades raciales, para producir el milagro de la cohesión americana. Por eso el nombre español en estas tierras y querer oponer él una revalorización hiperbólica de lo indígena, ira en derechura a atentar contra el nervio vital que ata a nuestros pueblos”. En cuanto a la importancia de España, su compatriota Osvaldo Lira: “La cultura española ha desempeñado desde un principio una misión perfectamente análoga a la que en el compuesto humano desempeña la forma sustancial; es decir, la de constituir la razón última intrínseca y la raíz propia de todos sus perfecciones”.
Frente a la hipótesis de un neoimperialismo cultural, como se les había acusado a los españoles durante la Segunda Guerra Mundial, el elemento hispanista de la postguerra mundial hilaba un hilo muy fino: “Pero la Hispanidad está en el equilibrio de los dos primeros términos. En la mutua conquista. En la mutua incorporación bajo el signo cristiano. Sólo el indigenismo de las izquierdas puede ser tan absurdo como el hispanismo racista —cifra bastarda frecuente en las derechas—, que sólo toma en cuenta lo español, queriendo árbol frondoso, pero sin raíces, sin acordarse que sin mestizaje la Hispanidad en América deja de ser Hispanidad”, estas palabras son de Pablo Antonio Cuadra, quien fue un poeta de vanguardia, vinculado al nacionalismo hispano de Augusto Sandino y contrario a la dictadura proestadounidense de la familia Somoza. Estos hombres de la cultura fueron los responsables de ir canalizando estudiantes a las becas ofrecidas en las universidades e instituciones superiores de España.