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El protocolo sanitario del terror | Por Jesús Villanueva Jiménez

Un protocolo tan cruel como dramático, que los sanitarios españoles, al menos, siguen como robots deshumanizados

A marzo de 2022, después de dos años, sigue en vigor un protocolo sanitario impuesto a martillazos por el Ministerio de Sanidad, de aplicación a los ciudadanos supuestamente afectados por el llamado covid-19. Un protocolo que lleva a la persona afectada a tal férreo aislamiento, que ni siquiera se les es permitido a los familiares despedirse cuando el enfermo se enfrenta al inminente fallecimiento. Han sido —y siguen sumándose— innumerables los enfermos hospitalizados, especialmente ancianos, que han muerto en la más absoluta soledad, víctimas de un protocolo cruel, irracional, sinsentido, propio de la tiranía norcoreana. Como innumerables los casos de pacientes que visitan un hospital por causas absolutamente ajenas al covid-19, a los que se les somete a la aplicación de un PCR, con consentimiento o sin él. Dando éste positivo, es entonces cuando al paciente entra en una espiral que anula por completo sus derechos constitucionales, en mayor o menor medida sea la histeria del médico que lo trata y los sanitarios que hacen de esa planta su particular sala del terror, porque, como poco, terrorífica (y desoladora) se convierte desde ese instante la vida de los familiares.

Pero si es gravísima esta circunstancia, más lo es cuando a ésta se le suma la desinformación al familiar, incluso al tutor legal del enfermo dependiente, saltándose el sanitario responsable la normativa vigente. Como fue el reciente caso de Carmen Marina, una mujer de 51 años, discapacitada total, gran dependiente, al cuidado de su hermano Juan Fernando y su cuñada Caterina. Así fueron los hechos:

El pasado 27 de diciembre, a consecuencia de una caída, Carmen Marina sufrió un golpe en la frente que le produjo un chichón.  Juan Fernando y Caterina la llevaron a urgencias del Hospital Universitario de Canarias, en Tenerife. Allí fue examinada y se le hizo una resonancia; no encontrando el médico más que una inflamación leve, propia del golpe recibido. No obstante, el facultativo decidió dejar a la paciente esa noche ingresada en observación. Caterina quiso quedarse con su cuñada esa noche, amparándose en el Real Decreto 174/2011, de 11 de febrero, «por el que se aprueba el baremo de valoración de la situación de dependencia establecido por la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia», por el cual una persona gran dependiente debe ser acompañada por el tutor o familiar en su ingreso hospitalario, así como autorizar cualquier prueba que se pretenda hacer al paciente. Sin embargo la sanitaria le negó tal derecho tanto al paciente como al familiar, aduciendo que «por el protocolo del covid no dejamos que nadie se quede». ¿Es que el protocolo covid ofrece patente de corso al sanitario?, me pregunto. Parece que sí.

La mañana del 28, Caterina visitó a Carmen Marina, y estando con ella, cuando departía con una enfermera, una médico que se acercó a los sanitarios soltó lo siguiente (como afirma Caterina): «Que sepan que a esta chica le salió la PCR positiva», aunque no tenía síntomas de ningún tipo. Caterina advirtió que le habían realizado la prueba a Carmen Marina sin el consentimiento de la familia, como dicta la ley, en ese caso, por lo que presentó una reclamación por escrito. Carmen Marina fue trasladada a la «planta covid», donde no dejaron acceder a Caterina. Esa misma tarde, Juan Fernando, con autorización de la Gerencia del hospital, subió a la «planta covid», con la intención —ejerciendo el derecho que le otorga la ley— de ver a su hermana. Una vez allí, le hicieron esperar hasta que se presentó la enfermera jefe de planta, quien le preguntó si estaba vacunado, a lo que él respondió que no, y que no obstante esa cuestión no era de su incumbencia.  Cuando entonces la enfermera se negó a dejarle ver a su hermana por no estar vacunado, Juan Fernando le informó de estar autorizado por la Gerencia, añadiendo que le habían dicho que debería firmar “un papel” y asunto resuelto, dada la condición especial de Carmen Marina. La enfermera le espetó, en tono altivo, que allí solo pasaba quién ella decidía. Juan Fernando trató de hacer entrar en razón a la enfermera, por la ley que le amparaba y tanto más por la angustia que debería estar pasando su hermana discapacitada, al hallarse sola, ante la ausencia de su familia, en un lugar desconocido. La enfermera, en actitud prepotente y palabras altaneras, recriminándole que Juan Fernando no se hubiera vacunado, se negó en rotundo.  Por lo que Juan Fernando tuvo que abandonar el hospital sin ver a su hermana, y sobre todo sin que ella lo viera, al menos por unos minutos. Esa tarde, Caterina y Juan Fernando presentaron una denuncia en comisaría, a pesar de que el agente que les atendió les instó a que no lo hicieran, puesto que aquello no era un delito. No sé si será o no un delito, pero sí es un atropello, digo yo. Y delito, sí, delito de lesa humanidad, generalizado en estos tiempos en medio mundo, incluida España, donde se ve que afloran tiranos de vocación, como setas envenenadas en montes de apariencia inofensiva.

A la mañana siguiente, día 29, Juan Fernando, resignado —luego de consultar a un abogado—, llamó por teléfono al hospital para saber del estado de su hermana. Y aquí sucede algo inconcebible. El señor que atendía el teléfono le dijo textualmente: «Tenemos absolutamente prohibido dar información sobre esta paciente». A lo que Juan Fernando preguntó si no daban información de ningún paciente o específicamente de su hermana, a lo que contestó el telefonista: «específicamente de esta paciente». «¿Quién ha dado esa orden?», preguntó sorprendido Juan Fernando, a lo que respondió, sorprendentemente, el telefonista que había llegado «de todos lados». Aseguro al lector que así se desarrolló la conversación entre Juan Fernando y el telefonista del hospital, puesto que ésta fue grabada y yo he escuchado este audio y el del día siguiente, que discurrió de la misma manera.

La mañana del 31 de diciembre, Juan Manuel volvió a llamar al hospital. Quien le atendió esta vez sí le informó: «Carmen Marina ha fallecido». Así se enteró la familia de Carmen Marina, discapacitada total, 51 años, ingresada por un chichón en la frente.

Después de 40 días en un frigorífico del Hospital Universitario de Canarias, en la isla de Tenerife, ante la negativa del hospital a realizar la autopsia solicitada por la familia de Carmen Marina y ante la negativa de la juez que instruyó las diligencias previas, de la denuncia presentada por la familia, Juan Fernando y Caterina dieron cristiana sepultura a la hermana fallecida, agotados de tanto desamparo. Por cierto, 18.000 € le cobraba a la familia un forense, “por lo privado”.  ¡Cuánta vocación!

Yo me pregunto, ¿quién es una enfermera para negar el cumplimiento de una ley que ampara los derechos de una persona discapacitada y los de su familia, en función de su histérico capricho? ¿Quién dio la orden en el hospital de no dar información alguna sobre Carmen Marina? Y me pregunto también, ¿dónde quedó el sentimiento de humanidad, desaparecido en multitud de médicos y sanitarios en general, según se desprende de tantos casos similares al aquí expuesto?

Carmen Marina pasó los últimos días de su vida —turbio final—, sola, sin saber qué hacía en aquel lugar, sin la compañía y el consuelo de su hermano y su cuñada, quienes le había cuidado y amado durante años, una vez fallecieron sus padres. Lo ya evidente es que se han convertido los hospitales en siniestros reinos de taifas, insisto, en los que ciertos sanitarios ejercen de sátrapas, y donde otros observan el aquelarre sin intervenir, mirando a otro lado, desviando la vista, pero abriendo el bolsillo a las primas, puesto que se hace caja a cada ingreso de un paciente por covid, a cada muerte de un paciente por covid o con covid, aunque antes lo haya atropellado un camión. Unos por desalmados adoctrinados, otros por cobardes, muchos, multitud, arrastráis por el fango el juramento hipocrático.

 

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