(En memoria de los héroes del Dos de Mayo de 1808)
«¡TRAICIÓN!», clamaron los madrileños reunidos a las puertas del Palacio Real. Bullía el pueblo, ante la ofensa y la felonía que pretendía el gabacho Murat: el secuestro del infante Francisco de Paula. Los hombres, encolerizados, zarandearon a los cocheros y lacayos, haciéndose con el control del carruaje que aguardaba presto en la Plaza de la Armería. ¡De Madrid no saldría el infante de España! De recios tajos de afiladas navajas se cortaron los correajes de la caballería, mientras un centenar de hombres y mujeres se introducían en palacio, a gritos de «¡Mueran los franceses!»; «¡Viva Fernando VII!»; «¡Abajo Napoleón!». Carlos IV, pendiente de sus mezquinos intereses, cobarde, genuflexo ante Bonaparte, había abandonado a su pueblo, dejándolo a los pies de los caballos del invasor. De súbito irrumpió en la plaza un batallón de granaderos con dos cañones de campaña. Quinientos madrileños congregados —y más que seguían llegando del mercado que cada lunes se situaba junto a la Plaza de la Armería— se negaban a abandonar el lugar, clamando su hartazgo por tantas insolencias, ofensas y vejaciones padecidas desde la entrada en la Villa y Corte del ejército Imperial, la tarde del pasado 23 de marzo. Nada menos que 35 mil hombres armados y pertrechados, secuaces del tirano corso.
Bien había programado el miserable Murat cómo aplastar la inminente insurrección, tan esperada como provocada. La multitud se mantenía firme, cuando los franceses hicieron fuego de cañón y la tropa embistió a bayoneta calada. Decenas de madrileños cayeron heridos o muertos, alcanzados por el fuego gabacho. Muchos huían de la masacre; otros asistían a los heridos; otros se abrazaban a los muertos; todos increpaban encolerizados, indignados, impotentes, a la hueste que había enviado Murat a someter a sangre y fuego a los españoles que, henchidos de patriotismo y dignidad, trataron de impedir el secuestro del infante de España.
Luego del fragor de los cañones asesinos, tañeron las campanas de iglesias y conventos, y clamó venganza España entera, en cada garganta madrileña. «Oigo, Patria, tu aflicción,/ y escucho el triste concierto/ que forman tocando a muerto,/ la campana y el cañón;», así empieza el precioso poema que años después escribió Bernardo López García. Como pólvora incendiada corrió por la ciudad la brutal represión del ejército francés sobre civiles madrileños a las puertas del Palacio Real. Madrid se echó a la calle, con navajas, garrotes, aperos y viejos trabucos, en busca del criminal invasor. A órdenes de Murat —impasibles las autoridades civiles, militares y religiosas españolas, plegadas ante la autoridad extranjera—, escuadrones de coraceros y mamelucos cargaron contra el pueblo. En la Puerta del Sol, en la Plaza Mayor y por calles adyacentes, hombres y mujeres —por cuyas venas corría sangre de aquellos que hicieron la Reconquista, librando a la vieja Hispania del yugo sarraceno— se batieron con el ejército más poderoso de Europa. La lucha fue brutal. Bien la escenificó Goya en «La carga de los mamelucos». El viejo, a tiros con su vieja escopeta de caza; el manolo, a estocadas de navaja de siete muelles; el mendigo, a golpes de garrote retorcido; la madre de aquel que grita su rabia, atraviesa las tripas del moro con su cuchillo de cocina; y a cuatro pasos de allí, Manuela Malasaña, apenas una niña, le mete las tijeras por el cuello al francés que con su padre, a golpes y mordiscos, se revuelca por el suelo. Aquella iracunda reacción de la España que ellos despreciaban no lo esperaban ni el pérfido Murat ni sus lugartenientes.
Los curas entran en las iglesias a los heridos. Allí se les da la extremaunción a quienes exhalan el último suspiro. Los paisanos, cubiertos de sangre propia y sangre ajena, corren a sus casas, a seguir el combate desde las ventanas, a pedradas y macetazos. La caballería Imperial se recompone de la inesperada reacción de los madrileños. Se dice que en el parque de Artillería de Monteleón se han hecho fuerte un grupo de militares españoles con decencia, acompañados de un puñado de valientes civiles. Luis Daoíz y Pedro Velarde se llaman los capitanes que lideran el acto heroico, saltándose a la torera las órdenes de sus superiores. Se dice también que ya han dado buena cuenta de un puñado de hombres de un batallón de la División Wesfalia, al mando del general Lefranc, que ahora, al frente de dos mil hombres, se dirige, encorajinado, al lugar. Desde cualquier rincón de la ciudad se pueden escuchar el fragor del combate que se mantiene en Monteleón. Rugen los cañones. Desde los balcones y azoteas de las casas anexas al cuartel, hombres y mujeres tiran todo lo que pillan a los franceses que se acercan. Velarde alza el brazo, empuñando la espada. «¡VIVA ESPAÑA!», grita, al pie del cañón, el joven capitán. Allí nadie se rinde.
El alzamiento del Dos de Mayo de 1808 es uno de los más gloriosos hechos protagonizados por nuestros antepasados. Sin embargo, se menosprecia, cuando no se vitupera, por tantos ignorantes como, principalmente, por la deplorable izquierda española y esa progresía cobarde y pusilánime, cuyos dirigentes conducen a España al abismo. Es éste uno de los más grandes defectos de una parte importante de los españoles de nuestro tiempo; circunstancia apenas existente en el resto del planeta. El pueblo de Madrid se levantó contra los franceses, poco menos, que porque estaba harto de que la chusma soldadesca gabacha le tocara el culo a sus mujeres y se fueran sin pagar de las tabernas, ha llegado a afirmar (más o menos) algún intelectual, ataviado de patriota según le parezca. Leamos los bandos de aquellos meses previos, las noticias del Diario y la Gaceta de Madrid (se puede hacer entrando a la página web de la Biblioteca Nacional). El pueblo se alzó en armas en defensa de su religión Católica; de su Rey (decepcionados por el abandono de Carlos IV, asqueados de Godoy) clamando a Fernando VI (¿qué iban a imaginar ellos?); por la independencia de España, la patria común, indiscutible para los españoles de entonces; y por su dignidad. La dignidad que hoy les falta a una parte preocupante de los españoles.