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Siempre tenía razón por Luis Fernández-Villamea Silió (Periodista, director de Fuerza Nueva)

(Recuerdo de un centenario)

Se cumple este mes de noviembre el centenario del nacimiento de Blas Piñar, con seguridad el político más brillante y preparado de lo que se ha venido en llamar la Transición. Y lo ha sido por dos razones: porque adivinó con tiempo suficiente sus peligros y porque los combatió en solitario durante décadas. Fue la voz de la conciencia de los que cambiaron de chaqueta y el combatiente frontal de los que, desde distintas posiciones, no podían ni ver a España. Para ello se valió de dos armas definitivas, que él manejaba como nadie: la pluma y la palabra. En ese terreno resultaba imbatible.

Consiguió aunar a las fuerzas políticas de signo español que se ocupasen poco del factor derecha o izquierda, que siempre ha sido fatal para los intereses generales de los españoles. Centró su actuación en las realidades vitales del ser humano, y más del nacido, o criado, o recreado en España, al que llegaba por su acreditado conocimiento de lo hispánico, del mestizaje, de la lengua, de los sentimientos, de las creencias, de lo sobrenatural… Y para ello partía de su profundo sentir teológico y de una cultura sólida que le ponía en condiciones de estar al día de cualquier corriente ideológica, estudiándola con cuidado y deglutiéndola intelectualmente con paciente objetividad. Hablaba de Marcuse cuando entre nosotros apenas era conocido en círculos universitarios, y recordaba con fruición a los poetas hispanoamericanos cuando éstos no estaban todavía en la lista de los Nobel a la lengua española. Era hombre enamorado de la conducta única: pensamiento y acción alejados de la doble moral que tanto se había practicado en la Europa de la segunda posguerra mundial. Su actividad siempre fue incansable para explicarse, como él mismo decía, el «misterio del hombre».

Nunca recibió buen trato de parte de los administradores del régimen que él defendió con arrojo, excepto de su fundador. que le seguía nombrando consejero nacional a pesar de las insidias y sugerencias que recibía casi a diario en El Pardo. Un día éste ya no pudo más y estalló: «¡Bueno, pero Piñar es de los nuestros o no!». Había razones más que sobradas para la exclamación, porque los actos que organizaba este consejero eran prohibidos por sus ministros, y los gobernadores provinciales echaban más leña al fuego con decisiones preñadas de cobardía. Estábamos ya en los años 70 y se palpaba una especie de magma en las instituciones que preparaba el «más allá de Franco». Mientras, este hombre de confianza del régimen del 18 de Julio denunciaba en el palacio del actual Senado las incoherencias del sistema, preso de los desvíos interesados de sus dirigentes. Carrero Blanco, el hombre mejor informado en aquellos momentos, le escuchaba y preguntaba, entre sorprendido y perplejo, por el volumen de aquella traición en ciernes. Ésta no tardaría en consumarse en las propias carnes del almirante como víctima de un espectacular magnicidio.

El fundador de Fuerza Nueva, eso sí, era vitoreado por miles y miles de gargantas en las calles, en los estadios y en las plazas de toros. Su fama traspasaba fronteras y rompía moldes en Europa y en América, de donde le venía esa gran veta de la cultura hispánica que él dirigió en su día y de la que fue cesado por denunciar nuevamente el cinismo de la política internacional de los Estados Unidos. Aquel artículo, «Hipócritas», dio la vuelta al mundo y más de un español y extranjero lo tiene enmarcado en la pared de su casa. Y su voz se volvió a escuchar solemne cuando con argumentos jurídicos, políticos y éticos incontestables se enfrentaba a la Reforma Política. Su brillantez expositiva llegaba como una espada toledana de acerado filo a la conciencia de aquellos más de 500 procuradores que no pensaban en ninguna clase de reforma sino en una ruptura radical. El broche fue apoteósico cuando enfatizó su oratoria y señaló con el dedo que si alguien tenía que hacer esa reforma sería aquel que no tuviese vinculación con el régimen repudiado, pero nunca los que estando allí presentes habían hecho de su juramento un compromiso personal y una deuda de honor.

Más tarde cerca de medio millón de españoles le eligieron para que los representara en el Congreso. No dieron más que para él solo, mientras el PNV tenía diputados con apenas 27.000 votos. Pero su voz se alzaba como un aldabón contra quienes venían a derrocar el derecho natural y el de gentes, destruyendo la familia y poniendo los cimientos de la guerra latente que vivimos entre los que moran en las tierras de España. Y es que Juan Carlos I, sucesor del caudillo, con Suárez, jefe del movimiento de Franco, y Gutiérrez Mellado, teniente general del Ejército de la Victoria, pasaron de ser los guardadores del cofre a los malvendedores de su mercancía, convertidos en Rey, presidente del Gobierno y Capitán General de sus Fuerzas Armadas. Y al final, la Transición que se bautizó como pacífica y fue la mayor explosión de dinamita y plomo que se recuerda en la historia de España. Y que nos sigue acuciando. .Por eso merece la pena recordar este centenario.

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