«… nuestra misión es difícil hasta el milagro, pero nosotros creemos en el milagro»…
Orgullos
El recién nombrado arzobispo de Madrid, don José Cobo, traía, más que fama, el «sambenito» de muy progresista. Y las fauces voraces del pensamiento único que nos acoge para devorarnos se abalanzaron sobre su enjuta y austera figura para comprometerle de por vida: «Oiga, monseñor, ¿qué tiene que decirnos sobre el mes del Orgullo Gay?». «Sólo puedo decirles que este mes de junio es el del Sagrado Corazón de Jesús». Y se callaron.
El mundo mediático se ha apoderado de los instintos más innobles de la humanidad. Son multitudes las que salen a la calle para proclamar sus sentidos más inversos, muy protegidos, unos por afirmación y otros por cobardía, por los poderes públicos. Para éstos, es más determinante en un consejo de gobierno que una bandera arcoíris cuelgue del balcón de un edificio público que se resuelvan los precios de la compra, la dignidad de una nación o el azote del paro. El caso es buscar -ya lo dijo días pasados Pedro Sánchez- «votos debajo de las piedras». Y en un sistema político donde sólo es posible ejercer la dirección de un gobierno a través de la matemática absoluta de la mitad más uno, eso se traduce en un problema irresoluble en la mayor parte de los casos.
El recto sentido del orgullo
El sentimiento único ha dado paso también a complementar el pensamiento único. Los grandes movimientos se amparan y dotan de un valor y resonancia universales. Que les lleva, en una estrepada marinera descomunal, a tratar de influir, a través del proselitismo en unos casos y el proxenetismo en otros, en el mayor número de seres humanos posible. Siempre, eso sí, desafiando la ley natural, manipulando la ingeniería genética y, además, proclamando el orgullo que produce penetrar en las entrañas de la Creación para desafiar al Autor de la Vida. Es la parábola de las tentaciones, con escena del Diablo en el desierto. Pero ahora en el corazón de las grandes y modernas ciudades. Se trabaja no por derechos, sino por el ánimo de crear una especie de ganadería extensiva, humana pero con instintos del reino animal, al que además llaman orgullo.
Y es que el orgullo tiene varias y opuestas acepciones. Según la propia Academia de la Lengua se contempla un orgullo negativo por arrogante, vanidoso, autoexcesivo en la propia estima, con superioridad ciega en algunos casos. Y hay otro que produce un sentimiento de satisfacción. Imaginar que pueda llamarse orgullo a un ciudadano, que públicamente y a plena luz de la Puerta del Sol madrileña, desnudo como su madre lo trajo al mundo y con sus atributos en plena función intente sodomizar al oso del madroño que preside el recinto, es no sólo repudiable sino inhabilitado para convivir en el mundo de los seres honrados, civilizados y necesarios para la vida.
Una cuestión política que desborda a los gobiernos
Empezó por la homosexualidad y ha terminado por las mil y una versiones que resuelven el armazón de lo que ahora se llama LGTBI, aunque cada día le añaden una nueva letra que coincide con otra fórmula más e innovadora de apareo entre seres humanos. Y políticos de derechas, desde ilustres balcones, alzan su voz apóstata e iconoclasta para, rodeados de seres limitados por la función social, pasear y enarbolar proclamas rompedoras contra lo más sagrado del género humano. Éste es el progreso para muchos. El mundo del pensamiento y de las universidades, el saber que a través de los siglos ha inundado de enseñanza positiva el discurrir de la humanidad, yace en el olvido de las bibliotecas o en el descalabro intelectual de los discentes de este tramo del mundo. Desde ahí les llega a los gobiernos, a los grandes y a los pequeños, desde los palacios hasta los ayuntamientos, pasando por unos parlamentos convertidos en ámbitos de reclusión ideológica donde sólo se tratan asuntos que antes o después, por el concurso de la propaganda y el mimetismo, nos convertirá a todos, si queremos seguir en este planeta, en habitantes inconscientes de Sodoma y Gomorra.
Pienso en los jóvenes que ocupan hoy las aulas. Y en lo que manifestaba con énfasis el sabio genetista español recientemente fallecido en Estados Unidos, Santiago Grisolía: «No hay homosexualidad adquirida por cuestiones genéticas. Eso sólo surge por mimetismo y publicidad.» Qué diferencia de cuando estudiábamos nosotros el pensamiento español y, entre otros muchos autores de distintos pareceres literarios y políticos, nos adentrábamos en el sentimiento joseantoniano cuando nos hablaba «del orgullo y la alegría de la Patria.» «El orgullo bien dirigido produce satisfacción», dice la Real Academia de la Lengua, y el orgullo invertido – digo yo- sólo visualiza y atesora sabor a noche crapulosa de taberna.
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