Luís Fernández-Villamea, Antonio Caponnetto, Jaime Alonso, Pablo Victoria, Guillermo Rocafort, José Luís Orella, P. Jesús Calvo, José María Manrique, Jesús Villanueva Jiménez, Pablo Linares Clemente, José A. Armada Sarria.

Lo peor que le puede pasar a un ser reconocido es tener la cabeza en su sitio. Y arremeter en su momento contra los que le rodean: «se devoran y se muerden». Palabras mayores de un Papa que dejó de serlo en medio de un catolicismo que se duele todos los días de ser fiel a Cristo. No le querían los suyos, los alemanes, que le amenazaban a diario, y que autorizaban abortos en clínicas confesionales. Y no le querían muchos de los que vinieron después, olvidados sus ancestros, sus orígenes, sus enseñanzas y sus fundaciones gloriosas. Por eso el teutón brillante y luminoso de saberes sufría, y no se lo decía a nadie, y hablaba desde sus libros con «Jesús de Nazaret» acordándose seguramente de Santa Teresa: «Estoy harta de oír a seres muy cristianos hablar de Dios, pero a ninguno hablar con Dios».

Comenzó muy joven su calvario personal. Le llamaron como perito del Vaticano II, en medio de una conjura general para hacer de una magna reunión pastoral una maniobra de carácter dogmático. Allí estuvo Ratzinger, y muchos se quejaban de sus actitudes de entonces. El IDOC ya se encargaba de preparar a una turba mediática para intoxicar de progresismo una gran ocasión universal de clarificar asuntos que, según los expertos con experiencia, no hizo más que complicar las cosas del catolicismo para lustros, decenios y vete a saber si siglos posteriores. También había otro perito de campanillas, Marcel Lefebvre, que había desarrollado en África una labor evangelizadora gigantesca. Pero que rompió amarras cuando verificó que la Iglesia se había hecho horizontal cuando su espinazo es vertical y la autoridad que reciben los obispos sólo viene de Dios y nunca de las conferencias episcopales. «Yo acuso al Concilio», terminó por escribir.

Y llegó el Papado

Tuvo talento para arreglar, primero, el asunto Lefebvre, que a través del aislamiento de la tradición latina de la Iglesia amenazaba con desgajar a la Esposa de Cristo de sus orígenes, y después de aniquilarla mediante una acción solapada en primera instancia.

Se encontró con la Banca Vaticana, con mayordomos infieles, con secretarios de Estado muy curiales y escurridizos, con cardenales escandalosos en algunas actitudes personales comprobadas y en muchas otras atribuidas por la malaria existencial del hombre pérfido, con el tsunami gay y pedófilo hasta en las costuras de los medios informativos del mundo y con fundadores de órdenes religiosas virtuosas convertidos en seres de torcida conducta personal. Y se puso a coger ese toro por los cuernos con Ratisbona y la precisión histórica y religiosa, y por los Santos Lugares, a los que acudió raudo y veloz con un acrecentado sentido del valor.

Dejó claro siempre su criterio sobre la obra evangelizadora de España en dos direcciones: la inmensidad territorial y moral de sus misioneros y la confrontación sin respiro contra la reforma luterana. Su ecumenismo partía del estudio arrodillado de la fe recibida, concentrado todo él en el amor de un Cristo redentor, que le salía por los ojos cada vez que con su presencia bondadosa se acercaba a los distintos lugares del mundo. Y ponía a los dirigentes políticos en su sitio cuando afirmaba sin fintas dialécticas que «el Estado y la clase política, cuando no establecen la justicia, se convierten en una partida de ladrones». Puso en el camino de los altares, de una sola tacada, a 498 mártires españoles, a los que sólo pudo rendir homenaje y encomendarse desde un ventanuco del Vaticano, porque las autoridades políticas del Estado español consideraban una provocación «fascista» tanta contribución gloriosa a la Iglesia cuando los descendientes históricos de los verdugos ya estaban en el poder o amenazaban con conseguirlo.

… y no pudo más

Y se fue, porque ya no tenía fuerzas para empuñar el látigo contra tanta trapisonda: «se devoran y se muerden». Se refería a los suyos, a los de al lado, a los de su colegio y compañeros. Estas palabras, en boca de un Papa, suenan a calvario, a calle de la amargura, a llanto de la Cruz, a «Padre por qué me has abandonado…». Y se refugió otra vez en sus libros, en su pluma prodigiosa, en su teología de los que necesitan hablar con Dios de rodillas, como lo hacía aquel dominico de Aquino en su celda, explicándose, desde la fe, la racionalidad de la existencia del Autor de la Vida.

Quedan grabadas sus palabras desde el avión que le acercaba a Santiago de Compostela: «España parece que atraviesa unos tiempos parecidos a los de los años 30 del siglo pasado», cuando el nieto del capitán Lozano, presidente del Gobierno, no se acercaba a recibirlo y un vicepresidente, hijo de los que ganaron la guerra y liberaron del martirio a muchos más, lo hacía por delegación y a regañadientes. Y además cerraba las puertas del Valle de los Caídos para que los monjes dijeran misa a la intemperie. Pérez Rubalcaba se llamaba el sujeto de este verbo. Descanse en paz. Y que Ratzinger, desde el cielo, pida por este pueblo que tanto ha creído en el Amor de los Amores.

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