Si el 7 de agosto de 1819 fue el gran triunfo de Bolívar en el Puente de Boyacá, su entrada a Santa Fe el 10 de agosto fue recibida con la frialdad propia de los santafereños, gentes discretas y reservadas que hacen honor a unas alturas donde el oxígeno es escaso, los fríos y nieblas abundantes y donde los pasados desmanes del Libertador, como el saqueo de la capital del Reino en diciembre de 1814, orden que impartió a sus tropas, estaba viva en la memoria colectiva. Recordemos: El observatorio astronómico fue destrozado con todos sus instrumentos dentro. Los libros fueron despedazados. Los documentos con las observaciones científicas, reducidos a cenizas. Durante cuarenta y ocho horas la ciudad fue dada al más espantoso saqueo y destrozo por 2.000 desenfrenados hombres, en su mayoría venezolanos. José Manuel Restrepo, contemporáneo suyo, lo cuenta: «Los excesos y crueldades cometidos, sobre todo contra las mujeres, fueron horrendos y las tropas de Bolívar se cargaron de oro, plata y joyas de toda especie». Es así como este mismo cronista cuenta que cuando Bolívar fue reprochado por Álvarez por dicha conducta, le gritó encolerizado que «estaba autorizado por las leyes de la guerra para obrar como lo había hecho, por haberse resistido a sus tropas los habitantes de la ciudad y merecer castigo por ello».

 

Así que poca gracia hizo en Santa Fe la victoria sobre Barreiro en Boyacá, pese a la infortunada administración del fugado virrey y los excesos por él cometidos. Las gentes preferían el orden conocido que el desorden por venir. Como dijo Laureano García Ortiz, «Más de la mitad de la población granadina, como lo fue la venezolana, era francamente realista, y otra parte lo era ocultamente, en expectativa de la hora propicia para declararse. En la clase alta de Bogotá y entre el numeroso personal de los funcionarios de la Corona, y sus clientes, servidores y favorecidos, predominaban la fe y la decisión monárquica. Para tales gentes, lo sólido y permanente era el Rey; lo pasajero y efímero era la República: la autoridad era inconmovible, la libertad ilusoria. A vista de ellos, Bolívar había venido apresurado a llevarse recursos, en 40 días había recogido todo y con todo se había ido…»

Y el caos llegó, querido lector, porque Bolívar hizo las veces de general y administrador público. En efecto, el mismo 7 de agosto de 1819, promulga un decreto por medio del cual eleva a los militares por encima de los civiles, políticamente hablando, y a los civiles los confina a ejercer la justicia y a administrar los municipios; el 17 de agosto establece en cada provincia un comandante general encargado del gobierno, de la alta policía, del mando de las tropas y de presidir sobre los municipios; como si fuera poco, nombra un gobernador político para que haga las veces de juez de primera instancia y de jefe de la baja policía. Entonces, por un lado, los civiles administran los municipios, pero administrar es también formular la política sobre los recursos; por otro, establece un comandante general encargado de presidir los municipios, pero presidir es también hacer política municipal, con lo cual no sólo se establece duplicidad en las funciones, sino conflictos de índole político- administrativa e inclusive policial. De otra parte, el nombramiento de un gobernador político para haga las veces de juez de primera instancia y se encargue de la baja policía, parece demencial: el político que hace de juez, el juez que hace de jefe de la policía. Este conflictivo y contradictorio sistema no se había visto ni siquiera en el supuestamente represivo y absolutista régimen español.

Desaparecida la amenaza española, acto seguido se apodera de medio millón de pesos que encuentra en la Casa de la Moneda (aunque dicen que fue mucho menos), confisca los bienes de los españoles y de los criollos favorables al Rey; nombra un inepto intendente para administrar el Tesoro, Luis Eduardo Azuola; envía 170.000 pesos de socorro a Guayana con el capitán Domingo Ascanio, dinero procedente no sólo de las arcas públicas, sino arrebatado, en parte, a los particulares; a Soublette le envía 50.000 con el llanero José Bolívar; y él personalmente entrega a Montilla, cuando regresó a Angostura, 30.000 pesos del mismo dinero granadino para compra de víveres y pertrechos. El resto del producto del saqueo «legal» es vergonzosamente disipado, según O’Leary. La más absoluta corrupción hizo su aparición. Este mismo 11 de septiembre promulga un reglamente para las causas de los bienes secuestrados y dispone la manera y forma en la que se deben rescatar dichos bienes por su valor en dinero. Es decir, el Estado secuestra unos bienes a un ciudadano, ya por malicia, ya por necesidad, y acto seguido le dice cómo debe rescatarlos, sin tener en cuenta que el desposeído mal podría tener suficiente para recomprar lo perdido. ¡Jamás tampoco tamaña arbitrariedad se había visto ser ejercida por el extinguido régimen anterior!

La simple sospecha, o la acusación a una persona de haber auxiliado o simpatizado con el régimen anterior, era motivo suficiente para que le cayera todo el rigor del draconiano decreto. Y así tal arbitrariedad se fue extendiendo por todas las zonas bajo control republicano. De la Patria Boba de 1810 a 1816 se había pasado rápidamente a la Patria Enajenada de 1819. La desesperación y la ruina pública y privada habían vuelto a posar sus reales en la Nueva Granada. Para la Iglesia se dispuso que el Estado podía echar mano de sus diezmos para atender sus necesidades, por lo que la gente restringió al máximo la entrega de limosnas al cepillo. Un acto de gobierno fue ordenar la recluta de menores y el fusilamiento de quienes se opusieran.

El 18 de septiembre de 1819, Bolívar hacía su entrada oficial a la capital de la nueva República; su ejército, conformado por granaderos de su guardia, su batallón Rifles y la Legión Británica, lo esperaba formado al redoble de campanas. Como era de esperarse, el alto clero, que se acostaba monárquico y amanecía republicano, recibió a la comitiva y a los altos mandos revolucionarios, Bolívar, Santander y Anzoátegui, en la catedral donde, de rodillas, oyeron el consabido Te Deum de unas gracias por las desgracias que se avecinaban; o quizás porque querían dar las gracias porque el tirano no los había despojado del todo. Así que en el atrio se dispuso colocar un dosel tricolor con seis estatuas representativas de las virtudes del vencedor de Boyacá, la Sabiduría, el Coraje, la Humanidad, la Justicia, la Moderación, la Trascendencia, aunque no se encontraban, ni más faltaba, las que representaban los fusilamientos de prisioneros inermes, las masacres a pobladores civiles, los saqueos, ni las confiscaciones. Al contrario, estas estaban subsumidas en las que representaban la Humanidad, la Justicia y la Moderación del Héroe.

 

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