Era la una treinta de la madrugada del 25 de julio de 1797. Refulgía el cielo sobre la bahía de Santa Cruz de Tenerife. La atmósfera se iluminaba por los fogonazos de los cañones, el aire olía ya más a pólvora quemada que a mar, cuando al fin Nelson sintió la quilla del bote penetrar en la arena y a éste frenarse luego de la última palada de los remeros exhaustos. Gritando para infundir ánimo a los suyos, alzó su brazo diestro, empuñando la espada, dispuesto a saltar a tierra, enardecido por el ansia de victoria, cuando percibió a su izquierda el resplandor cegador del fuego de una pieza de artillería, oyó su tronar ensordecedor y, al instante, sintió un golpe brutal en el codo de su brazo alzado. El impacto le hizo caer sobre las tablas de la lancha, conmocionado, sobrecogido, entre los hombres muertos y heridos que también habían sido alcanzados por la metralla de aquel cañón posicionado en la batería baja del castillo de San Cristóbal. Nelson se tocó el codo, quebrados los huesos, abierto en dos, destrozado por el plomo. Supo entonces que para él el combate había concluido. ¿Quizá la vida se le escaparía a chorros de sangre perdida? La metralla de aquel cañón, casi a ras de la orilla, estaba haciendo estragos entre los británicos, truncando el desembarco por aquella playa maldita.
Aquel cañón se llama —porque sigue entre nosotros— El Tigre, y aquella batería la mandaba un héroe de nuestra Gesta, el teniente de Artillería de Milicias Francisco Grandi Giraud.
No llegó a pisar Nelson tierra española en Santa Cruz de Tenerife. Herido, a punto de desangrarse —circunstancia que impidió su hijastro, el teniente Nesbitt al aplicarle un torniquete con su cinturón—, fue reembarcado en el Theseus, donde el cirujano le amputo el brazo por encima del codo. El 25 de julio de 1797, en esta plaza, el famoso marino inglés sufrió la única derrota —estrepitosa por el número de bajas sufridas— de su brillante carrera militar, además de perder el brazo derecho y casi la vida. Su intención, sin ninguna duda —auspiciado por John Jervis, almirante de la Armada británica en el Mediterráneo, y con el conocimiento del Almirantazgo—, era la de invadir Tenerife en primera instancia, para emprender posteriormente la conquista de Canarias, además de hacerse con un cuantiosísimo botín. De haberlo logrado, Canarias sería hoy otro Gibraltar.
Esta victoria española sobre los británicos, rotunda derrota infringida nada menos que al más idolatrado marino anglosajón de la historia — que desde un principio trataron de ocultar los historiadores de la Pérfida Albión—, es desconocido por la inmensa mayoría de nuestros compatriotas; lamentablemente, como tantos otros hechos gloriosos de nuestros anales. Así que trataré en estas líneas de ilustrar al lector sobre lo sustancial del hecho.
El proyecto de invasión de las Canarias comenzó a fraguarse luego del combate naval del cabo de San Vicente, el 14 de febrero de 1797, cuando la escuadra española quedó bloqueada por la británica en la bahía de Cádiz. Inglaterra de siempre había ansiado las Canarias por ser una extraordinaria plataforma logística en el Atlántico, y Nelson consideró una oportunidad única la desprotección en la que el archipiélago había quedado, al no poder ser auxiliada por la Armada española. Después de las pertinentes pesquisas, que informaban de las escasas fuerzas defensoras isleñas, en carta fechada el 12 de abril, Nelson propuso a Jervis la invasión de Santa Cruz de Tenerife —plaza fuerte y sede de la Capitanía General— como primer paso para la conquista total de las Canarias. Nelson expresó en la misiva su absoluta confianza en el éxito de la empresa: «Pero ahora viene mi plan, que no puede fallar, que inmortalizaría a quienes lo pusieran en ejecución, arruinaría a España y tiene todas las probabilidades de elevar a nuestra nación al mayor grado de riqueza que nunca haya logrado aún». La importancia dada a la empresa y sus frutos queda patente por su contenido y por su tono. Jervis autorizó a Nelson a que organizara la expedición y a que contara con los barcos y oficiales que estimara oportuno. El contralmirante nunca contempló la posibilidad de ser derrotado, por el contrario creyó que su empresa sería poco menos que un paseo militar.
No imaginó Nelson que al frente de la defensa del Archipiélago español estuviese un viejo general curtido en mil batallas, don Antonio Gutiérrez de Otero, vencedor del inglés en tan importantes ocasiones como la reconquista de Menorca en 1782, como brigadier al mando del Regimiento de Infantería de África, de las principales fuerzas de desembarco. Gutiérrez, consciente del posible ataque británico, había organizado un plan de defensa que se mostró acertadísimo.
El 15 de julio de 1797 partían de Cádiz los navíos Theseus (donde enarboló su insignia el contralmirante), Culloden y Zealous, las fragatas Seahorse, Emerald y Terpsichore, el cúter Fox y la bombarda Rayo (el navío Leander, procedente de Lisboa, se unió a la expedición la mañana del 24). Un total de 393 bocas de fuego y 2.000 hombres instruidos, experimentados y bien armados. La noche del 19 de julio, desde la atalaya de vigilancia en las cumbres de Anaga, al noreste de la isla, fue descubierta la flota enemiga, que reflejó en sus velas la luz de la luna llena. Al castillo Principal de San Cristóbal se dio el aviso, y los mensajeros partiendo al galope al encuentro de los coroneles de los Regimientos de Milicias de La Laguna, La Orotava, Garachico, Güímar y Abona, con la orden del urgente encuentro en Santa Cruz, dónde ya se esperaba al enemigo, en pie de guerra. En la madrugada del 22, con la escuadra británica a tres millas de la costa —para no ser vista desde tierra—, Nelson ordenó el primer desembarco que creyó por sorpresa, al amparo de la negrura de una noche cerrada. Ese primer intento fue repelido, y un segundo, hasta que el contralmirante, desesperado, decidió un ataque en tromba por ambos lados del castillo Principal, con toda sus fuerzas, al mando de las cuales iría él mismo, asumiendo un riesgo que, como hemos visto, le costó muy caro.
Sólo contaba Gutiérrez con los 247 soldados profesionales del Batallón de Infantería de Canarias —veteranos del Rosellón, en gran parte—, más 60 artilleros; la fuerza restante la componían 60 reclutas de las banderas de La Habana y Cuba, 1.500 campesinos de los cinco regimientos de Milicias (que en parte servirían con los veteranos la crucial artillería) y 110 marineros de la corveta francesa La Mutine (cuya tripulación se hallaba en tierra cuando ésta fue capturada en la rada por dos fragatas británicas dos meses antes). La madrugada del 25 —día de Santiago Santo, patrón de España—, de los 1.300 británicos que embarcaron en los botes, lograron tomar tierra 900, que luego de combates en plazas y calles del pueblo, con la fundamental intervención del Regimiento de Infantería, sufridas ya cuantiosas bajas, e ignorantes de la situación de Nelson, ya acorralados, optaron por refugiarse y hacerse fuertes en el convento de Santo Domingo. Ante la inevitable derrota —ya contaban al menos 600 bajas—, el segundo del contralmirante, el capitán Troubridge optó por la capitulación honrosa que les ofreció, inteligentemente, el gobernador español. Esa misma mañana firmaron el mismo teniente general Gutiérrez y el capitán de navío Thomas B. Thompson el documento de capitulación, en el que se reflejaba el compromiso de Nelson de no volver a atacar Tenerife ni alguna otra isla del Archipiélago español. El pueblo se echó a la calle a festejar la Victoria, mientras la enorme bandera británica destinada a ser izada en el alto mástil del castillo Principal (que hoy se conserva en el Museo Militar de Almeyda) era apresada, y en lo alto ondeaba, orgullosa, la Enseña roja y gualda que destacaba sobre un radiante cielo azul.
Desde entonces, en el escudo de la ciudad figura una tercera cabeza negra de león y, sobre la Cruz fundacional, luce la de Santiago. En Santa Cruz de Santiago de Tenerife, aquel glorioso 25 de Julio del año de Nuestro Señor de 1797, España, una vez más, derrotó a Inglaterra.