La defensa del Valle de los Caídos no puede fundamentarse en razonamientos pragmáticos como el de es que mejor dejar a Franco donde está por aquello de no molestar el descanso de los muertos; o el de que mejor sería pasar página y olvidar lo sucedido en la guerra civil. No; no se trata de eso, o no solamente; siempre los que se mueven exclusivamente por odio encontrarán retorcidos y falsos “motivos” para seguir justificando la exhumación del estadista que hizo posible la España de la que todos hemos podido disfrutar, y aún disfrutamos, incluyéndolos a ellos, nuestros padres y abuelos; también los suyos. Se trata realmente de defender la Verdad, la única Verdad, de lo que significa el monumento y las razones por las que fue construido. Pretenden sus detractores presentar a Franco como el monstruo sanguinario y vengativo que no era, para una vez profanada su tumba, contra toda legalidad legítima, dar el paso definitivo hacia esa segunda transición que nos llevaría —que nos está llevando ya realmente—, hacia una tercera república que anule toda nuestra historia común a partir de 1936. Porque no reconocen otra legitimidad histórica que la de un Frente Popular que se califica por sí mismo a poco que quiera investigarse, objetivamente, lo ocurrido en España desde que tal formación tomó el poder; como se había previsto en Moscú un año antes. Nuestra patria iba camino de convertirse a muy corto plazo en un país satélite de la Unión Soviética ya antes del estallido de la guerra, y ese proceso se aceleró a partir de esa fecha; cuando los “asesores soviéticos” pasaron a gobernar la zona republicana desde el Madrid abandonado por el Gobierno de la República en el otoño de 1936; el mismo Carrillo hacía responsables del genocidio de Paracuellos a dichos asesores, a los que según su versión, no podía oponerse ningún poder español en nuestra propia capital.

La guerra civil fue la mayor tragedia de nuestra historia contemporánea; es indiscutible. Pero no puede atribuirse su inicio, con un mínimo rigor histórico, a la ambición de mandar de un grupo de militares capitaneados por Franco; ni puede atribuirse a los imaginarios delirios de grandeza y la supuesta vesania del jefe del Estado, la construcción de ese monumento que ahora quieren convertir en un museo de los “horrores del franquismo”; porque fue todo lo contrario a esa refinada crueldad que ya se da por supuesta, lo que le movió a levantarlo; solo es necesario leer el decreto de 23 de agosto de 1957 para entender que ese es el monumento a todos los caídos «bajo los brazos pacificadores de la Cruz». El sistema de redención de penas por el trabajo, ideado por el mismo Franco en plena guerra civil, tampoco puede ser tergiversado por más tiempo como viene siéndolo desde hace muchos años: el padre Pérez del Pulgar, y el general Cuervo, a quienes se encomendó la tarea de ponerlo en práctica, tampoco fueron los sádicos monstruos que los corifeos de la Memoria Histórica han descrito; trataron por el contrario, lográndolo, de que miles de presos pudieran reintegrarse a la sociedad en un tiempo mucho menor que el establecido por sus sentencias; mientras, gracias a sus jornales, podían ayudar a sus familias. Pero en ningún sitio se registraron beneficios mayores para penados y familiares como en el Valle de los Caídos. El estudio de las fuentes primarias, al que dediqué buena parte de mi tiempo durante siete años, rebaten el mito de esa leyenda negra que ha convertido el Valle en lugar de oprobio y humillación del vencido. Por el contrario, toda esa documentación demuestra hasta qué punto se llegó allí en cuanto a la equiparación de trabajadores libres y penados; hasta donde se olvidó, y ocultó, su pasado delictivo; el permanente espíritu que presidió todos los años de las obras en los que hubo presos, de ayudarles en todos los aspectos: la educación, obligatoria y gratuita de sus hijos en la escuela que funcionaba allí, a cargo de un maestro, Gonzalo de Córdoba, que llegó al Valle como preso acogido al sistema de redención de penas; la búsqueda de colocaciones en diferentes organismos, por parte del Consejo de las Obras, para los trabajadores a medida que iban acabándose; la entrega de viviendas en Madrid para los que, solicitándolo, dejaban ya el lugar; libres y dispuestos a empezar una nueva vida que no hubieran imaginado en el momento de su derrota. No; no podemos seguir consolidando la vergonzosa leyenda negra que convierte el franquismo en un tumor maligno enquistado en nuestra historia, justificando la formación de nuevos frentes populares que se aprestan a la venganza de unas afrentas imaginarias sin asumir la menor culpa de lo ocurrido por parte de sus correligionarios. Es contrario a la Verdad, injusto y sumamente peligroso seguir este juego macabro por temor a ser tachados de antidemocráticos. No pueden obligarnos a renunciar a la paz, ni a las libertades individuales en nombre de la escamoteada libertad que dicen defender. Esa Comisión de la Verdad que se incluye en el proyecto de ley de la Memoria Histórica de Sánchez, recuerda demasiado al Ministerio de la Verdad cuyas funciones describe Orwell en su premonitoria novela futurista 1984. Detrás de la exhumación de Franco vendrá la desacralización de la basílica; incluso la destrucción de la Cruz, turbia obsesión de muchos de los que apoyan el proyecto; y desde luego, un nuevo totalitarismo que nada tendrá que envidiar a los peores de siglo XX. A finales de ese siglo, advertía San Juan Pablo II: « “Si no existe un verdad última —la cual guía y orienta la acción política— entonces las ideas y convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto como demuestra la historia”» (Veritatis splendor, 101)

A eso nos exponemos los españoles en estos momentos; y la manipulación histórica del franquismo puede no ser otra cosa que la punta de lanza de quienes pretenden implantarlo.

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