
A Blas Piñar, In memoriam.
La pregunta inicial que este tema nos impone es si estaba en los planes de Dios la existencia de las patrias o naciones; o si las mismas surgen –como tantas otras cosas- al modo de una de esas consecuencias de la caída original; y que una vez sucedidas, el mismo Dios dispone su mejor reencauzamiento y el curso adecuado para que puedan seguir siendo merecedoras de la redención, y no ocasiones de perdición.
La respuesta no es sencilla y exige sus matices. En principio, si volvemos los ojos al Libro del Génesis, lo que nos encontramos allí es que, recién salida de la mano del Creador, “era la tierra de una sola lengua” (Génesis 11,1), siendo la recíproca igualmente válida: érase una lengua apta para una tierra única, sin divisiones. El desentendimiento idiomático y el fraccionamiento geográfico parecen deberse al pecado cometido en Babel y a sus consecuencias punitivas. Entre otras cosas la pena consistió en la “confusio linguarum” y en la “dispersio populorum” (Génesis 11,1-9).
Si todo quedara aquí y así, no habría motivos para hablar de lo español o de la patria española. Toda nación sería el resultado del prometeico vicio que se quiso consumar en la legendaria atalaya.
Pero las cosas no son exactamente así. O únicamente así. Porque con independencia del orgullo luciferiano que pudo llevar a los hombres a construir la fatídica torre, con sus consecuencias “nacionalistas”, es el mismo Dios el que manda a nuestro primeros padres a “henchid y poblad la tierra”, saliendo del Edén. Y al salir sus descendientes hallaron necesariamente otras tierras para fecundar y habitar, separadas por distancias inmensas, por accidentes naturales frutos de la misma creación, por fronteras impuestas por la geografía que el Señor había dispuesto en su infinita sabiduría.
Ninguna oscuridad se asentaría jamás sobre aquellas lámparas, como ninguna oscuridad se había asentado sobre ellas durante cientos de años. Parecía espantoso que la ciudad ardiera para siempre en el mismo lugar; espantoso al menos para la gente que se alejaba para aventurarse en el mar, y la contemplaba como un montículo circunscrito, eternamente quemado, eternamente marcado. Desde la cubierta del barco, la gran ciudad aparecía como una figura agazapada y cobarde, un miserable sedentario.
Nadie niega entonces las segregaciones ocurridas como efectos del egoísmo, de la soberbia, de la codicia descomunal o del apetito desordenado de poder. Males todos que empañaron el ideal de la ecumene y del destino común. Pero es el mismo Dios el que, creando al hombre como ser social permitió y alentó –y dispuso el mismo espacio para ello- el surgimiento de nuevas y sucesivas sociedades, con sendos fines específicos y genéricos a la vez. “Dichas sociedades menores nacieron, pues, de la combinación del carácter comunitario de la naturaleza humana, con diversas circunstancias geográficas y hechos históricos que circunscribieron la humanidad en agrupaciones fragmentarias. Primero aparecieron las tribus, agrupaciones de familias, luego los municipios y finalmente fueron surgiendo, esplendorosas y magníficas, las patrias, sociedades mayores, dentro de las cuales el hombre podía alcanzar su destino temporal, dentro del linaje humano. En este sentido, cabría decir que Dios mismo es el que está en el origen de las diversas patrias”1.
De la misma opinión son autores, en principio tan diferentes, como Víctor Pradera, y Vladímir Soloviev. El primera remonta su análisis a la tierra única anunciada en el Génesis y a los factores naturales y morales que llevaron a su dispersión. Mas aunque no desconoce ni calla que entre esos factores morales se encuentra el pecado y sus consecuencias, también es cierto que, a la par –y en franca disputa con las tesis rousseaunianas o protestantes- atribuye a la identidad ingénitamente social del hombre la sucesiva formación de comunidades con una herencia y un destino en común..
Abolida la “sociedad mayor” o la “tierra única”, la naturaleza social del hombre, así dispuesta por su Creador, va forjando las naciones. Y he aquí lo importante: la nación, para Pradera, es, desde entonces, la sociedad en la que fisiológicamente se nace, pero sobre todo aquella en que el fin humano es alcanzado. Es también, en segundo lugar, la sociedad que no ha olvidado su destino universal, y a él se encamina y apetece conforme a un sello de universalidad que le viene impreso desde el Comienzo. Y en tercer lugar, es el conjunto de notas características que la constituyen en “una personalidad colectiva concreta”.
Llega a poseer esa tal…
personalidad mediante el protagonismo y la concreción de determinados hechos, que se suceden en el tiempo y en el espacio, aunque terminan alcanzando la perennidad a fuer de su relevancia. “Pues estos hechos no son otros que aquellos que en su conjunto forman la Tradición; y así ,habrá de concluirse sentando categórica y rotundamente que sin tradición no hay nación”2..
Las naciones, en suma, nacen por permisión y conformidad divina, para que la creatura, aún caída por el pecado, pueda reponerse y dar lo mejor de sí a partir de la sociabilidad natural de la que el mismo Dios la ha dotado. Y es aquí cuando empalma el discurrir de Soloviev: “la idea de una nación no es lo que ella piensa de sí misma en el tiempo, sino lo que Dios piensa de ella en la eternidad”3. Existe entonces un vínculo de permisión entre la voluntad divina y una o muchas voluntades nacionales. Lo que no quiere decir que ese permiso divino a la existencia, y el llamado o vocación correspondiente, le otorguen a una nación determinada, o sí o sí, su “destino peraltado”, como decía Ortega. O que le quepa el estúpido sayo sintetizado por Eduardo Duhalde, cuando osó decir que “estamos condenados al éxito”. El mismo Soloviev aclara que esas naciones cuya existencia son una prueba de la generosidad del Padre, al ser llamadas por el Creador se constituyen en personas morales. Y en tanto tales, pueden tener una conducta disoluta o edificante, regirse por la ley de la vida o de la muerte, querer ser benditas o terminar maldecidas.
1 Alfredo Sáenz, El patriotismo, en su Siete virtudes olvidadas, Buenos Aires, Gladius, 1998, p. 397-398.
2 Víctor Pradera, El Estado Nuevo, Madrid, Editorial Cultura Española, 1937, p. 112-113. Recomendamos esta obra así como las palabras introductorias de José María Pemán y las de Tomás Domínguez Arévalo, Conde de Rodezno.
Decir que la Patria no existe…
es negar el peculiar y singular llamado de Dios. Es negar incluso el divino permiso para que sí existieran y se constituyeran como personas morales con deberes y derechos. Decir que es el fruto de un craso determinismo cósmico o de un azar inexplicable, es colocarse en una posición antiteologal y especialmente anticristiana. Borrar el vínculo entre “patres” y “natus” tampoco es aceptable. Lo primero remite a los padres de los que procedemos y cuya herencia conservamos con lealtad. Lo segundo remite al porvenir, porque son los nacidos que se proyectan existencialmente hacia el futuro, portando la Tradición a cuestas. Pero con la misma convicción admitimos y señalamos que, creer que todo lo predicho hasta aquí, nos convierte a nosotros en una sociedad especialmente signada o bendecida, es error trágico que puede derivar en comedia.
Volvamos un paso atrás. Forma parte de la revelación divina sostener que, una vez conformadas las naciones con la voluntad y el consentimiento del Creador, las mismas tuvieran relación directa con el mundo angélico. Que cada nación está encomendada a un ángel aparece, por ejemplo, en el Deuteronomio 32,8:” cuando el Todopoderoso dividió los pueblos, cuando dispersó a los hijos de Adán, fijó a las naciones sus límites, según el número de los ángeles de Dios”. El párrafo es jugoso por donde se lo mire, en tanto legitima la existencia de las naciones y de sus contornos o fronteras como un mandato ejecutado por el mismo Dios. Pero también aporta la evidencia de que tales creaciones necesitan ser tuteladas; y – según veremos- si tales tutelas dejan de obedecer al Altísimo, las tales naciones se constituirán en factores de corrupción.
3 Hemos tomado la cita del mencionado libro del padre Alfredo Sáenz(p. 398-399); y hemos podido acceder digitalmente al original, L´ Idée ruse, Paris, Perrin, 1888, https://bibliotheque-russe-et-slave.com/Livres/Soloviev%20-%20L’Idee%20russe.pdf
De acuerdo con este…
tramo de la Revelación Divina, una nación “es siempre más que algo meramente étnico o geográfico; se vuelve ininteligible si no se la considera a la luz de un soporte espiritual, sobrehumano, y éste tiene que ver[…] con la protección de un ángel”. Pero también es cierto que “los ángeles relacionados con las naciones no siempre son buenos[…]. Los hay también perversos, que incitan a las naciones a infringir los mandatos del Señor”4. Inmenso tema el enunciado, del que se ocuparon los Padres, como por ejemplo Clemente de Alejandría, el Pseudo Dionisio u Orígenes5, y que prueban que no es una hipérbole nacionalista o un giro poético joseantoniano hablar de los ángeles de las naciones. Es, principalmente, estar atentos a las enseñanzas de la Revelación que nos dice que hay un ángel custodio de cada nación.
El mismo Cardenal Newman nos ha dejado relatado cómo llegó a la constatación de que existen ángeles de las naciones, siguiendo las enseñanzas de “la Escuela Alejandrina”, de “la Iglesia Primitiva” y de “la mayoría de los Padres, como Justino, Atenágoras, Ireneo, Clemente, Tertuliano, Orígenes, Lactancio, Sulpicio,Ambrosio, Gregorio de Nacianzo[…] Daniel habla como si cada nación tuviera su ángel de la guarda. Yo no puedo menos de pensar que hay seres con mucho bien en sí mismos, pero también con grandes defectos, que son principios animadores de ciertas instituciones[…].Seres benévolos o malignos, según los casos[que]darían una especie de inspiración o inteligencia a las razas, naciones y clases de hombres. De allí la acción de cuerpos y asociaciones políticas, que es, a menudo, tan diferente de la de los individuos que las forman. De ahí el carácter e instinto de Estados y Gobiernos, de comunidades y comuniones religiosas”6.
4 Alfredo Sáenz ,El patriotismo…etc., ob.cit, p. 403.
5 Clemente de Alejandría, Stromata, VII, 2; Pseudo Dionisio, Jerarquía Celestial, IX, 3; Orígenes, Homilías sobre el Evangelio de San Lucas, Homilía XII.
6 John Henry Newman, Apología <pro vita sua>, Madrid, BAC, 1977, p. 25-26.
Nos perece que Newman…
acaba de decir algo demasiado relevante como para dejarlo pasar. Acaba de hacernos notar –partiendo precisamente de los Padres de la Iglesia- que, si ganadas por las torceduras y rebeliones de su ángel custodio, una nación desendereza su curso virtuoso, será factible registrar un perturbador desencuentro: entre la acción de cuerpos y asociaciones políticas y ciertos individuos que las forman. Aplicado el concepto a nuestro caso, no sería impropio pensar que, a la luz de la teología de la historia, pudieron existir fricciones de dos especies. Entre hombres inspirados por Dios que lucharon por una patria cristiana, mientras la tal patria torcía su derrotero por la acción endemoniada de su ángel custodio. O viceversa, la de hombres que, guiados por fuerzas angélicas soterradas y luciferinas, quisieron tornar imposible toda consolidación de una patria cristiana, contra los designios del Buen Ángel Guardián. En términos mucho más sencillos sería esto un modo diferente de hablar de las dos ciudades de las que habló San Agustín.
De los Padres de la Iglesia que se ocuparon de estos temas, Orígenes parece ser el más expansivo. Para él no hay dudas de que cada nación es confiada a un ángel protector, y remite al caso de los pastores que fueron a adorar al Niño Dios. Son ángeles pastores –alegóricamente hablando-, “símbolos de los ángeles
<pastores de pueblos> que luchaban penosamente contra la idolatría en los pueblos que les fueron confiados, y a los cuales la epifanía de Jesús aporta una inmensa ayuda”7. No se le escapa a Orígenes que al Principio la humanidad fue una sola, siendo un castigo la dispersión y la ruptura de esa unidad. La poliarquía y el politeísmo se fueron forjando juntos. Pero justamente el Cristianismo, al adorar a un Dios único y universal, aboliendo las <divinidades nacionales>, restituye, por un lado, el ideal del Comienzo; y por otro lado le otorga a las naciones un común denominador, para que cesen o se atemperen las disensiones entre ellas.
Con Cristo terminan (o deberían terminar, si todos los hombres lo reconocieran como Soberano) las reyertas entre las naciones; pues estas últimas, sin dejar de diferenciarse entre sí, poseerían la universalidad que otorga la adoración del Dios Verdadero. De todos modos –insiste Orígenes- hay pueblos y reyes que sucumbieron por la infidelidad de los ángeles custodios que se les había confiado, y otros pueblos y reyes que fueron conducidos por potencias benévolas. Es decir que hay una dualidad angélica con claras repercusiones históricas, y por ende, políticas. Si en los ángeles malos de las naciones reside la causa de la idolatría; en los buenos se deposita la causa de la fidelidad al Señor. Aunque no sólo las diferencias son teológicas sino políticas,“ puesto que todos necesitan auxilio para que las naciones que les han sido confiadas sean bien gobernadas”8. Con lo cual estaríamos diciendo desde otra perspectiva, lo mismo que tantísimas veces dijimos citando a Donoso Cortés; que detrás de toda cuestión política hay una cuestión religiosa.
7 Aunque nos hemos tomado el gozoso trabajo de leer las principales obras de Orígenes, en este punto en particular preferimos seguir y citar el análisis que hace Jean Danielou, Orígenes…, etc, ob.cit.,p. 283.
Estaba en el orden…
providencial de Dios que Él confiara las naciones al cuidado de un ángel. Luego sucedió –como en el paraíso- que el interior de ese Orden se viera socavado por la corrupción de una parte de esos ángeles: los indóciles. Las consecuencias de esta rebelión no fueron sólo teológicas, sino que, por lo mismo, resultaron también consecuencias políticas. De una situación teológica en la que los ángeles buenos se ordenan obedientemente a Cristo como a su Jefe y Señor (1 Pe. 3,22; Ef. 1, 20-23;Heb. 1, 3-4), se sigue naturalmente una situación política que “se entronca con la idea de Cristiandad, bajo cuya égida las diversas naciones se mancomunaron, con sus respectivos ángeles sometidos a Cristo”. Por el contrario, de “los demonios que dormitan en el alma de los pueblos”, surgen grandes peligros.
Sin ser dogma de Fe, no hemos encontrado grandes resistencias a la angelología de Orígenes, y sí en cambio una considerable aquiescencia entre autores de doctrina segura. Somos conscientes asimismo de la fuerte carga parusíaca que tiene este gran tema de los Ángeles de las Naciones, y del riesgo que podría correrse al querer trasladar sin más al ámbito histórico político cuanto sucede en el mundo de las substancias separadas. Pero dicho lo precedente, nos parece legítimo y oportuno extraer algunas conclusiones.
Naciones y patrias, con las distinciones y semejanzas que hemos considerado, no existen sin permisión divina. Hay un consentimiento positivo de Dios para que existan; un asentimiento aprobatorio. Por lo tanto, no pueden ser entidades malas, menospreciables u obviables per se. Están frente al Creador como cosas finalmente aprobadas por El. Están entre los dones que nos permiten decir con el Libro del Génesis: “Y vio Dios que era bueno”.
Cada nación tiene su ángel, porque necesitan ser cuidadas para evitar el descarrío. Como un acto de hybris llevó a la disgregación de la Ecumene Primordial, un acto de obediencia, de sujeción y de docilidad, es el contrapeso y el reaseguro necesario. Encarnado el Verbo, no hay más que dos alternativas para los ángeles de las naciones: o le sirven, buscando ser custodios de patrias cristianas; o se rebelan engendrando ciudades caínicas y babilónicas.
Esta doble alternativa angélica inhiere o incide o determina de algún modo las conductas humanas en el terreno histórico político. Tendremos así conductores ganados por el “non serviam”, dedicados con saña literalmente infernal a descristianizar a los pueblos y a demoler cualquier cimiento que pudiera recomponer la Cristiandad. O caudillos cristianos de patrias cristianas, invocando constantemente la protección del respectivo ángel custodio nacional. O al menos, aceptando tácitamente su protección.
No son posturas católicas el apatridismo, el internacionalismo, el chauvinismo, el nacionalismo meramente carnalista o el indiferentismo nacional. Amar a la patria en Cristo, procurando instaurar en Él todas las cosas posibles; afianzando el ideal de la Cristiandad, en cuyo nombre la nación propia se anhela insertar en una común unidad de destino, ésta sí es una razonable y plausible postura católica frente al orden temporal. Aunque nada ni nadie nos garantice el triunfo, sino tal vez lo contrario. Y aunque nada ni nadie nos lleve a auto adjudicarnos un complejo de superioridad. La consigna es no levantarse contra El Ungido; y amar, servir y custodiar lo propio sin rechazar la comunión entre naciones. Una comunión en Aquél que es el Autor de la Vida y el Señor de la Historia. Saber y recordar que, de la misma manera que Dios posee un plan providente para cada una de sus criaturas, lo tiene asimismo con instituciones y pueblos enteros. Cada Nación, se ha dicho, representa en cierto sentido un pensamiento eterno de Dios que tiene su destino en Él; y al Final “todas las naciones vendrán a adorarlo” (Apoc. 15,4)9. Es indudable que la angelología tiene algo para decirnos. En España fue nada menos que el mismísimo Fernando VII el que le solicitó al Papa León XII que instaurara la Festividad del Ángel Custodio de España; cosa que hizo, quedando fijado el 1 de octubre como celebración litúrgica con oficio propio. Todo indica que la solicitud del problemático monarca fue hecha por los mejores motivos10.
Y si el tal monarca estaba convencido de que los territorios americanos le seguían perteneciendo, pues entonces tenía razón la musa inspiradora del poeta sacerdote Jacinto Verdaguer, que imaginó al Ángel de España con la corona de los Dos Mundos, el Viejo y el Nuevo, el de un lado y el del otro del Océano Atlántico11. Lo que nos lleva a la conclusión conjetural de que, en principio, un solo ángel tutelaba la grande y extensa patria hispanoamericana; y así tuvo que haber sido para lo que pudiera quedar de conciencia católica en un tránsfuga como Fernando VII. Es sólo una hipótesis.
Pero aquí viene entonces lo que dice Orígenes. Hay reyes y pueblos que sucumbieron. Son “los reyes y los príncipes de la tierra que se levantaron contra el Señor y su Ungido” (Ps.2,2)”. Los que renunciaron al ideal imperial de la Cristiandad. Los que creyeron que la deidad estaba vinculada a determinado territorio, hemisferio o dinastía; e inventaron a su pesar un nuevo “Celcismo”. Ni Dios ni la Fe en El podían inhabitar a quienes se declararán autónomos del cetro monopolizador de la Divinidad. La autonomización era considerada a priori un sinónimo de cisma religioso.
Es en esta errada y peligrosísima posición que colocamos la figura de Fernando VII y la de sus secuaces cortesanos y parientes. Le quede reconocido y rescatado el mérito de venerar al Ángel de España. Pero no ordenó sus labores regias a la consolidación de una política en pro de la Cristiandad, ni del resguardo del Imperio Hispano-Católico, ni del mantenimiento de la Universalidad de la Fe Verdadera. En absoluto fue la suya una gestión que se pudiera calificar – preternaturalmente hablando- de inspirada en la docilidad a los mandatos del ángel bueno. Su responsabilidad en el hundimiento del ideal imperial hispanoamericano e hispanocatólico es ineludible. Imposible hacerlo merecedor de aquel juramento que gallardamente pronunció Eugenio D´Ors, cuando en 1938 tomó posesión de su cargo de Secretario del Instituto de España: “Juro a Dios y a mi Ángel Custodio, servir perpetua y lealmente al de España”12.
9 Creemos conveniente recordar que esta doctrina de los ángeles custodios de las naciones no es una antigualla creida en la Iglesia Primitiva o Medieval, sino conservada por la Iglesia hasta nuestros días. A modo de ejemplo, podríamos mencionar lo enseñado por Juan Pablo II, en la Audiencia General, del miércoles 30 de julio de 1986.
10 Sobre esta devoción escribió Mons.Eijo Garay en 1917, cuando era Obispo de Tuy: “No se trata de una devoción de origen privado, que pueda parecer a unos o a otros más o menos acertada; se trata de una devoción aprobada por la suprema autoridad de la Iglesia, y litúrgica, oficial. La Santa Sede Romana, accediendo a los piadosos deseos del Rey D. Fernando VII, concedió a España que el día 1º de Octubre de cada año se tuviere la fiesta del Santo Angel Custodio de este Reino, con oficio propio, para darle gracias por la asistencia con que nos favorece, por haber puesto fin al cautiverio del Rey y a tantas calamidades como acaba de pasar España y para impetrar su auxilio y protección en los tiempos venideros” (Cfr. Mons. Leopoldo Eijo Garay, Novena al Santo Angel Custodio de España; Meditación del día Cuarto, Madrid, Imprenta Enrique Teodoro, 1917). En el Año Cristiano, del P. Croisset, Barcelona, De El Plus Ultra, 1882, podemos ver esta fiesta en el día 1 de Octubre:»El Santo Angel Custodio del Reino de España. Hoy se celebra en España la festividad del santo Angel custodio del reino, con rezo propio y rito doble de segunda clase con octava. La santidad de León XII concedió al católico rey D. Fernando VII y asignole este día, para tributar las debidas gracias al Señor por los grandes y contínuos beneficios que recibe la nación española por medio de su santo Angel tutelar. La Misa, a excepción de la Oración propia, es como la del día siguiente». Desde el año 2006, por ajustes en el Calendario, la Comisión Episcopal de Liturgia de la Conferencia Episcopal Española, decidió pasar la fecha al 2 de octubre.
11 Jacinto Verdaguer, La Atlántida, Barcelona,Estampa de Jaume Jepes, 1876, Canto IV.
12 Cit. por Blas Piñar, en su Tiempo de Ángeles, Madrid, Arca de la Alianza Cultural, 1987, p. 80. Recomendamos vivamente este valioso libro.
Las cosas no salieron…
mejores de este lado de las Españas. Y creemos haber cumplido con el propósito de analizar lo sucedido con la mayor equidad posible. Sin embargo, será siempre un acto de justicia recordar con gratitud y admiración a aquellos criollos que, no sólo no renegaron de su fidelidad cultural, moral y religiosa a la Hispanidad Eterna; sino que obraron políticamente para que no se disolviera el Imperio, para que se mantuviera la unidad territorial y espiritual. Fueron necesaria y legítimamente autonomistas cuando las circunstancias impusieron serlo. Dejaron muchos sus vidas en tal demanda. Pero ni sus cosmovisiones, ni sus ejercicios de la autoridad que alcanzaron, se inscriben en una opción opuesta y contraria al ideal Hispano-católico. No fueron traidores al Ángel de España.
Que Satán pueda enseñorearse sobre las ciudades terrenas, contando con activos servidores, es algo que hemos repetido en muchas ocasiones de la mano de Marcel De La Bigne De Villeneuve. Pero la afirmación no vale sólo para los modernos Estados revolucionarios, sino también para las monarquías liberales y masónicas. No inventemos ahora un nuevo maniqueísmo angelológico.
Una vez más nos place irritar a los historicistas, que erradican escandalizados de la hermenéutica del pasado, toda apelación a la poesía, a la liturgia y a los <invisibilia Dei>. La angelología, en este caso, tiene algo para decirnos en toda esta historia nuestra. Los que nos sentimos miembros de <La Argentina>, confiamos en que el Señor de los Ejércitos le habrá asignado un ángel. Le rezamos cada día, intensamente. Sin duda que él se alista en la misma milicia celeste que el ángel de España. Los ángeles están más allá de las reyertas independentistas. Nosotros no libramos ninguna guerra contra el Ángel Custodio de la Madre Patria, ni nos desafiliamos de su tutela. Nos acogemos bajo el amparo de ambos, y hacemos nuestros los versos del padre Eusebio Rey:
Tal vez no sea ilusión de tus oídos ese son de campanas.
Aún hay dulzura mística en la tarde. La tarde está soñando hoy en voz alta.
Y ese son es el eco milenario Del ángel nuestro y de España”13
13 Eusebio Rey, Mientras iba amaneciendo, San Sebastián, Gráficas Fides,1940. Eusebio Rey es el pseudónimo del padre jesuita Emilio Rego, encarcelado por los rojos durante la Cruzada. El libro, que se subtitula Emocionario lírico de la cárcel, lleva prólogo de Manuel Machado. Lo hemos conocido gracias a Blas Piñar; cfr. su Tiempo de ángeles…etc., ob.cit., p. 81.