«res publica gubernari debet auctoritate nobilium, non multitudinis»«potestatem populus ius in re publica habere» .


No cabría en un solo libro describir el origen, desarrollo e ideología que han conformado los partidos políticos y su devenir dentro de la Historia Universal; pero debe saberse que el homo politicus confluye y se agrupa dentro del círculo más afín a sus intereses, acciones y forma de vida. En consecuencia, también ha de saberse que desde antiguo la humanidad, de suyo, ha estado dividida y se divide entre caudillos y vasallos, ricos y pobres, intelectuales y comunes, optimates y plebes, unos de sangre, otros de mérito, que desde la antigua Roma se localizan en una miríada más de categorías y subdivisiones. Pese a la enorme complejidad de la raza humana, no por ello nos he dado no optar por nuestro propio lugar dentro del discurrir político, de saber cuál es nuestro nicho o trinchera y desde dónde se combate al enemigo, o adversario, cuya pretensión es y siempre será desalojarnos del sitial escogido, porque como ya se ha exclamado, «potestatem populus ius in re publica habere» en contraste con el dictum opuesto de «res publica gubernari debet auctoritate nobilium, non multitudinis».
La tensión humana se debate entre estos dos polos conflictivos. Así ha sido, así será siempre mientras haya seres vivos en este planeta y sigamos orbitando el Astro Rey. Por incompleto y esquemático que lo anterior parezca, ello no debe ser óbice, ni rémora que impidan delinear con mayor precisión los movimientos políticos más afines con lo que muchos intelectuales y gentes del común aceptan sin cuestionamientos como sinónimo de progreso, apertura, libertad, igualdad y toda la demás pléyade de bienes que deben, por derecho, acaecer sobre la humanidad: es el llamado «liberalismo», porque sus nexos semánticos abarcan las llamadas «artes y ciencias liberales», «la democracia liberal»,«la libertad de mercados» y otros no menos sugestivos apelativos.
Por tanto, y para aquellos que han dado media espalda al acontecer histórico, el liberalismo colma la intelección de lo justo y lo bueno. Por ejemplo, el Partido Popular Español, o PP, inicialmente fundado como un partido conservador, se ha auto proclamado partido liberal, dando así claras muestras de la asombrosa mutación.
El término liberal se ha convertido, pues, en un vocablo «talismán» para aquellos que fácilmente se lo cuelgan al cuello cual honorable y reluciente presea. Friederich Hayek, mi admirado economista de la libertad de mercados, se la colgó al cuello sin estimar que el liberalismo que reclamaba para Europa era en sí mismo contradictorio con su sentido libertario, que no liberal, y con su sentido social, orgánicamente evolutivo, pasando por alto que el paradigma liberal-conservador siempre muta en lo indeseable, porque es un mutante, y porque sus principios han dado origen al marxismo cultural y al progresismo político y social, perfectamente contrapuestos a los suyos propios. En suma, mutante que es, ingenuo sería unir lo que debe permanecer distante, verbo y gracia, la inconveniente juntura política liberal-conservadora que algunos proponen, así fuese sólo en el sentido económico.
Liberales en el sentido estricto lo fueron Bolívar, que lo proclamó varias veces; lo fueron Nariño, San Martín, Maceo, Martí, y todo el resto de independentistas americanos; liberales fueron los «afrancesados» españoles de la época de Fernando VII; liberales los constitucionalistas de Cádiz que insertaron un extraño corpus iuridicus en las nobles tradiciones españolas, dando origen a interminables pugnas intestinas; liberales los que se pronunciaron con Riego en 1820; liberales los del intento hegemónico de la Francia napoleónica; liberales los del llamado «Trienio Liberal»; liberales los enemigos interiores y exteriores de España, los que dieron al traste con el imperio unitario constituido como las Españas; liberales fueron los de su Segunda República que desembocó en una sangrienta Guerra Civil; liberales los del Partido Demócrata de los Estados Unidos, pero, principalmente, liberales los conspiradores de las logias masónicas en América y Europa continental, y los mismos revolucionarios de la Francia finisecular del XIX, perniciosa doctrina que desde entonces sacude las mentes de los intelectuales, se pasea por los corrillos de los parlamentos seduciendo incautos hasta transmutarse en los partidos progresistas, socialistas, nacional socialistas y resto de plagas varias, que como maléfico virus, va infectándolo todo a su paso.
Nadie, por supuesto, podría tener contencioso alguno contra el aforismo, o máxima, «Libertad, Fraternidad, Igualdad», sanos vocablos en sí mismos considerados, pero cuyo conjunto y origen se remonta a la sangre derramada por los guillotinados de París y los sacrificados en el genocidio de la Vendèe. Es decir, la Libertad de tal enunciado se fundó sobre el poder de la opresión, la Fraternidad sobre el odio y la Igualdad sobre el asesinato. ¿Cuáles éstos tan horribles? Se sabe que durante la Revolución Francesa obligaron a una joven en París a beber sangre para salvar la vida de su padre; que a una tal Marie Gredler, acusada de asesinato por la chusma, la amarraron a un poste, le amputaron los senos, le abrieron las piernas y le prendieron una fogata debajo de ellas, asándole los genitales; que a la princesa Lamballe, amiga de la reina María Antonieta y falsamente acusada de tener relaciones lesbianas con ella, la quisieron hacer jurar odio a los depuestos reyes, y que, cuando rehusó hacerlo, fue violada por la chusma; luego le cortaron los senos y los genitales, que fueron exhibidos a una extasiada multitud que así salvaba a la República. Uno de esos salvajes le sacó el corazón y se lo comió, después de asarlo en una taberna. No contentos, metieron una pierna de la princesa en un cañón y la dispararon. Luego pusieron su cabeza sobre la mesa de un cafetín para que los clientes se rieran de ella. Por último, los cercenados genitales fueron empalados y con ellos desfilaron por las calles de París, mientras gritaban a la reina destronada que besara a su desfigurada y supuesta amante.
Son los liberales, en suma, innovadores permanentes, experimentadores constantes, demoledores compulsivos, porque para la doctrina liberal no hay nada firme, nada sacrosanto, nada estable; añoran el cambio por el cambio, la revolución del orden, el caos de lo no experimentado, puesto que piensan que cualquier novedad los puede llevar a la implantación de la felicidad en la tierra. Pero, a falta de sólidos argumentos para su deletérea doctrina, los liberales viven de las arengas, de las imágenes que los mueven, de las frases cortas, del efectismo y emotividad de las expresiones. El liberalismo sustituye el pensamiento por la jerga, el realismo de la palabra por la exageración de los sentimientos, el argumento con la consigna. El asalto a la Bastilla, la marcha sobre Versalles, el día de los cuchillos, el asalto a las Tullerías, las masacres de septiembre, la decapitación de Luis XVI y de María Antonieta, el Reino del Terror y la cuchilla nacional sobre unos y otros, fueron la expresión más sincera de una ideología que ha propiciado todas las grandes conmociones mundiales. Hoy, la igualdad por ellos propugnada y aceptada por sus adláteres, medra sobre la fuerza jurídica de igualar a los desiguales, de destruir el lenguaje, de igualarnos por lo bajo e innoble. Es decir, todo un movimiento liberal en sus orígenes y socialista en sus resultados.
En contraposición a este sistema se encuentra el Derecho Natural, los derechos individuales y la protección debida a terceros; tales son los límites de la libertad: las bondadosas cadenas de las tradiciones afectas al conservatismo político y verdaderamente libertario, pues como lo decía Burke,
«los hombres califican para la libertad civil en exacta proporción a su disposición de imponer cadenas morales sobre sus propios apetitos».1
Más exactamente, los límites de la libertad individual y colectiva están marcados por el derecho a hacer el bien. Traspasados estos límites, comienzan las fronteras de la tiranía, ejercicio transmitido desde los orígenes mismo del
1 Edmund Burke, “A Letter to a Member of the National Assembly”, 1791, in
Works (World’s Classics), IV, p. 319.