La perversión y manipulación del lenguaje es una gran patraña, una ficción que sirve para encubrir la realidad, ocultar la verdad de los hechos o edulcorar situaciones y circunstancias generalmente oprobiosas. En un mundo de simulaciones y apariencias, donde la opacidad y la mentira son armas al uso, se emplean todo tipo de artimañas semánticas, para tergiversar el auténtico significado de actuaciones y conductas criminales, a las que estamos asistiendo con absoluta impunidad. Por ello hay que desenmascarar, con palabras llanas, sencillas, ciertas e irrefutables, el mayor crimen contra la humanidad que se está perpetrando en nuestros días con el asesinato indiscriminado contra la vida humana, trasgrediendo el mandato divino del “NO MATARÁS”, a los seres inocentes.
En la desquiciada e hipócrita sociedad contemporánea se ha enquistado el crimen, masivo y en serie, contra la propia existencia humana, sin mayores consecuencias ni sanción para los responsables de la matanza, ni para quienes la consienten y contribuyen a realizar. No vamos a andar con confusos rodeos, ni alambicados circunloquios: El aborto es, por principio y definición, un crimen cobarde, sádico, execrable y monstruoso contra el “nasciturus”, los seres indefensos que son exterminados del claustro materno, a quienes de forma violenta, de un certero estoconazo o con un afilado bisturí para apuntillarlo, se les da una muerte traumática, adelantada y cruel.
La vida comienza en el momento de la concepción del nuevo ser humano y por ello la extirpación de la vida del feto, en gestación, es un asesinato brutal e inhumano, con premeditación y alevosía, planificado fríamente, cuando es voluntario, por los propios progenitores, con la complicidad de ciertos facultativos y el encubrimiento y potenciación de la masacre por parte de políticos desalmados, carentes de toda clase de escrúpulos, humanitarismo y sensibilidad, cuando su misión debería ser, precisamente, la contraria, protectora y no aniquiladora de las indefensas víctimas. Con ello se destruye una vida humana, en un gesto feroz de mortífera violencia. Si se legisla, “contra natura”, para despenalizar que las madres asesinen a sus propios hijos, ¿con qué falaces argumentos se pueden reprimir después las matanzas de los seres humanos entre sí?.
El feto ya concebido es una criatura humana en evolución y desarrollo natural y así está reconocido, de forma explícita, por la comunidad científica responsable desde la primera Conferencia Internacional sobre el aborto, celebrada en Washington, en 1967, en la que se concluyó, mayoritariamente, por la comunidad científica que “no se pudo encontrar ningún punto o etapa en el tiempo que transcurre entre la unión del espermatozoide y el óvulo, o por lo menos desde la implantación y el nacimiento del niño, en que pudiéramos decir que esa vida no es humana. Los cambios que ocurren entre la implantación, el embrión de seis semanas, el feto de seis meses y la persona adulta son, simplemente, etapas de crecimiento y maduración”. La vida se trasmite, pues, a través de los genes de forma hereditaria y unitaria desde el mismo instante de la fecundación.
El ser concebido y aún no nacido, que se desarrolla en el vientre materno, es portador de su propio código genético, de su vida singular, que le conduce inexorablemente, en condiciones normales, hacia la existencia humana, de no ser bruscamente extirpado y masacrado de forma miserable e inmisericorde, y a las pruebas de la propia naturaleza me remito como evidencia. El aborto es un infanticidio, como queda históricamente tipificado desde el III Concilio de Toledo, convocado por el rey visigodo Recaredo.
Es incomprensible y paradójico que los mismos que dicen proteger a los animales, luego maten a sus propios hijos, negándoles el sagrado derecho a vivir, degollando a los que están en proceso de nacer, en nombre de un alevoso, egoísta y abominable “derecho a decidir”, que no es, en realidad, más que una potestad o licencia para matar y liquidar, de forma caprichosa y arbitraria , que determinan quién debe vivir y a quién eliminar a su antojo perverso, como auténticos verdugos sin sentimientos ni capucha, en una programada y macabra carnicería cósmica. La mayor y más ominosa de las violencias domésticas, con ser todas reprobables, es, sin duda alguna, el crimen de las criaturas desamparadas que están llamando a la vida en el cuerpo materno, por quienes han prostituido el amor a sus semejantes convirtiéndolo en vicio y promiscuidad, la violencia en virtud y la esperanza de vida en devastación criminal.
El fenómeno del crimen organizado contra los “nasciturus” está cada vez más extendido, estimándose una frecuencia, en el mundo incivilizado, de 84 abortos por minuto de promedio, lo que hace un total de 56 millones de víctimas cada año, y, según las estadísticas oficiales, tan sólo en España, el número de eliminados por ese método expeditivo, violento e irracional de víctimas puras e inocentes, alcanzaron la cifra de 93.131 abortos, en el año 2016, y cifras que oscilan análogas en los periodos precedentes, lo que viene a representar, por su ingente magnitud, la mayor causa de mortalidad en nuestro país.
No puede ser jamás el aborto un pretendido “derecho”, lo que no es más que un vil y horroroso asesinato. Consideramos cuanto ha tenido que degradarse y degenerarse la concepción del Derecho y la Justicia cuando se ha despenalizado un crimen semejante de lesa humanidad.