Después de la resaca

 

Pasados los «fastos» conmemorativos del 23-F se han podido resaltar, por propia euforia expositiva, la cantidad de sandeces por centímetro cuadrado que han puesto de manifiesto los especuladores de la historia que tenemos en nuestra casa. Nadie sabe nada que tenga un mínimo viso de realidad, pero todos acudimos a la opinión para transformarla en palabra de dios (lo escribiré con minúscula para alejarla en lo posible del terreno de la blasfemia).

 

Han sido viejos resabios propagandísticos mezclados con sueños húmedos y levantiscos, tópicos surgidos de la nada periodística y ninguna o escasa aproximación a los hechos -que todavía no se conocen- y que produjeron -y producen- buenos resultados para el vivir bien de las clases política y mediática españolas, convertidas, desde aquella lejana fecha, en seguro vitalicio para una nueva profesión y en casta genética y de tribu como las que se dan en el mundo hindú. «Leche y habas, Luisito»

 

Aquel día estalló una bomba intensa y abrumadoramente anunciada. No era el malestar general por el derrotero que iba siguiendo la Corona, ni tampoco el malestar militar por los frecuentes capotazos taurinos de Suárez, ni tan siquiera, fijémonos, por los evidentes atisbos de ruptura en la sociedad y en las instituciones. No. La única e intolerable realidad era que se asesinaba mediante el tiro en la nuca a la vuelta de la esquina a más de cien españoles inocentes por año, se dejaba lisiados de por vida a otros tantos y se mandaba al exilio interior a miles y miles de ellos si querían seguir respirando el aire de España. Lo demás, como decía en Redacción aquel compañero malagueño, chusco y con gracejo, «leche y habas, Luisito».

 

Lo más significativo de todo este batiburrillo de opiniones, de especulaciones y de chascarrillos sonrojantes es que no sólo fue un golpe, sino multitud de ellos los que se produjeron entonces. Del CESID al Estado Mayor, de los subterráneos de La Moncloa hasta el seguimiento de Gabeiras y de su íntimo El Guti (Gutiérrez Mellado), desde el pobre Quintana Lacaci (después asesinado a la salida de Misa) hasta Juste y su Acorazada, desde la alegría de este último al ver sentado a Luis Torres Rojas en su asiento de Jefe de la División -que un día me reprochó el propio general Torres Rojas como atrevimiento o «juicio de valor», todo dicho desde su cultura privilegiada y su bizarría castrense- hasta la categoría de «burro» que Jiménez Losantos le endosa al único elemento humano con sentido común que resplandeció en este tablero: Antonio Tejero.

 

El juicio ajustado y fino de un general

 

El general Alvarado Largo hablaba un día en televisión. Y yo asistí a alguna de sus documentadísimas conferencias en las que destacaba su morfología formativa de hombre de Estado Mayor en todos los terrenos del saber, que para este militar eran numerosos. Asistió a aquella famosa reunión de la calle General Cabrera donde se fraguó, al menos, lo que ocurrió en el Congreso. Y manifestaba con énfasis: «Se hablaba de Tejero como un hombre impulsivo de poca reflexión, con excesiva tendencia a seguir el manual operativo de la Guardia Civil sin otra mira por encima de ésta… Pero después de oírle atentamente me di cuenta de que tenía bastante sentido común, mucho más que otros…»

Cuando se dan estos casos no hay que recurrir a la especulación, ni a los sueños húmedos. ni al género literario y clerical de la aleluya… No. Hay que subirse al carro del sentido común, al análisis sereno de lo que pasaba en España en aquella recién estrenada década de los 80, a la prosa diaria que se vivía en la calle, no en los palacios, y al florecimiento germinal de una serie ilimitada de capullos políticos que día a día se iban llenando de autoridad alquilada, de soberbia y de unos ademanes propios de generales sin mando en ninguna parte.

 

La única solución que cabía

 

Si pensamos las cosas con finura, en aquella ocasión sólo había una salida: el golpe militar sin adornos ni florituras colaterales. Cuando después del Bando de Valencia alguien le preguntó al general Miláns, conocida la suspensión de actividad de los partidos políticos, si también esto constaba para Fuerza Nueva, el Capitán General contestó: «¡Hasta para Fuerza Nueva!». Ésa era la postura que cabía, y no la necedad de presentarse ante un señor que había sido llamado para que tuviese a raya a todo un Gobierno y a un poder legislativo mientras llegaba la autoridad militar, «por supuesto», y además en nombre del Rey, y después llegar a un acuerdo con un hemiciclo, bajo la mirada atenta de las armas automáticas, para constituir un Ejecutivo lleno de socialistas, comunistas, independentistas  y trogloditas políticos convertidos en liberales por la Reforma de los franquistas de hacía dos días… Esto no era un error, ni siquiera una torpeza: era la gran, única e inapelable «burrada».

 

Pensar, ni siquiera imaginar, que el general Armada, en colaboración con Sabino -en ese momento el confidente del Rey– y una serie de servicios especiales iban a generar un clima favorable a que el militar de las camelias se proclamase presidente del Gobierno con el consentimiento del monarca y la votación favorable de toda una Cámara secuestrada, no sólo -repito- era de aurora boreal, sino la más insigne de las «burradas» prevista no por el Estado Mayor, sino por el Estorbo Mayor, que dicen los militares de verdad cuando les tocan las narices o ven un desacierto infinito.

 

Por eso la decisión de Tejero tuvo mayor significado, al dirigir la operación por el lugar para la que había sido prevista, y no otra. Primero porque era la única que cabía dadas las circunstancias especiales de España en ese momento y, segundo, porque era la salida admisible para terminar con el circuito terrorista. O qué se quería, ¿iniciar otra etapa de cal viva, como sucedió más tarde con los socialistas y con otros guardias civiles que perdieron en el empeño su indudable prestigio y el honor?

No, amigo, la única «burrada» fue el 23-F tal como sucedió; y el único que puso cordura fue aquel teniente coronel malagueño que devolvió la operación a donde nunca debió de haber salido. Y que, además, no consiguieron engañarle. Él, al menos, no fue jamás miembro de la república de los «burros».

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