El régimen político actual en España se autodenomina democrático no sé bien cuántas veces por centímetro cuadrado. Es rigurosamente falso: se trata del más puro artilugio no dictatorial, ni siquiera autoritario. Es como el sistema político africano de aquel dirigente que fue boxeador y que batió todos los records de imposiciones a machamartillo. La democracia teórica, la disposición política y moral volteriana, es la que le permite moverse en el terreno no del dectero-ley, sino en el concepto de «manu militari», que es el que se utiliza generalmente en tiempo de guerra. Al final resulta irritante y grosero, propio de gente descompensada que bascula entre el desconcierto intelectual y el apuro de bancada en el Congreso. Es una recalcitrante mixtura de ideas, creencias, opciones sexuales, desvíos y extravíos que, como acaba de manifestar el Papa Francisco, en una sorprendente declaración, bien merece la visita al psiquiatra.
Escribe Stanley Paine en una reciente obra que sólo ha existido una intención capital a la hora de realizarse la Transición: hacer todo lo contrario a lo que hizo el régimen de Franco. Y eso para todos, desde la UCD hasta socialistas, derechistas de naftalina y nuevos allegados y socios de un lado o de otro. No se trata de legislar conforme al derecho de gentes, de bienes, de historia limpia -sólo hechos y no milongas interesadas-, sino poner el disparo en el blanco que más pueda distanciarse de lo anterior. . No se mira al derecho natural, ni a los bienes de la Creación: sólo se busca el voto a través de darle al ciudadano -nunca mejor empleado el término jacobino- la carnaza del falso bienestar, que acaba por convertirse en daño personal y en cainismo civil. Y ello se refleja desde salvajadas entre parejas, matrimonios rotos, crímenes personales o Puigdemones batiendo tambores de guerra en su dorado exilio pagado por el Gobierno del presidente que lleva a su mujer en avión oficial a un concierto de rock y le busca un trabajo de ejecutivo de reconocido prestigio y experiencia. Es decir: dos delincuentes en distinto campo de actuación.
Y hay que insistir en el profundo sentido antidemocrático de este régimen cuando el máximo de sus bienes fundacionales, que es el electoral, registra unas abstenciones de vértigo, e inducen a sospechar de los bienes que producen las múltiples convocatorias que ampara el sistema ultraliberal imperante. Fijémonos en si un día cualquiera al Gobierno de turno se le ocurre celebrar el referendum para Cataluña, y si en el resultado consiguiente el Estat Català gana por un solo voto.
¿Se acabaría la consulta para otra ocasión posterior? O si se convoca y el resultado es igual pero favorable al Estado español, ¿se volvería a la situación anterior con todo el trastorno político, administrativo, social y moral que supondría? Pero ¿no nos damos cuenta de la locura en la que estamos instalados? ¿No nos hemos percatado todavía de que una partida de vividores que no creen en nada, ni representan nada, ni son nadie, ni han destacado por su valía y patriotismo en nada nos están tomando el pelo a mandíbula batiente haciéndonos creer que la partitocracia es democracia, que el mal es el bien y que los «principios y valores» de los que hablan a diario no son más que el intento de supervivencia personal al precio que sea, incluido el del latrocinio, la extorsión y la actitud propia del que siempre hemos reconocido como el Príncipe de la Mentira?
Vamos a entrar en picado en el territorio prohibido del Paraíso, y allí no estará Dante buscando a Beatriz, ni un Rodrigo Díaz haciendo jurar en Santa Gadea las sospechas criminales del monarca, ni un soldado espoleado para el combate: habrá un Juez en caja alta -las mayúsculas del impresor- que nos pondrá a todos en su sitio y pedirá cuentas de nuestros actos. Es la única esperanza que nos queda.