Afán (publicado en marzo 2019)

Imagino que quienes lean este artículo, a estas alturas, ya están convencidos de la iniquidad del sistema de gobierno que otorga el poder absoluto al partido político. Un régimen que deja la nación a merced de oligarquías que contarán con todo el aparato del Estado, es decir, con un presupuesto extraordinario que manejarán en función de sus propios intereses y de aquellos que les favorecerán de inmediato o en el futuro. La llamada democracia inorgánica no es más que una partitocracia o partidocracia,  que supone ceder la soberanía del pueblo a esa oligarquía, ambiciosa y codiciosa sin límites, carente de escrúpulos y por ende corrupta. 

Una vez establecida la oligarquía, que se enriquece sin pudor (parte fundamental de su razón de ser), se blinda económicamente, el presente y el futuro, y se cubre de privilegios, enrocándose en las diversas instituciones, la partitocracia encuentra su coartada en el sufragio. A la ciudadanía se le ofrece la urna, que convierte al votante en cómplice del despropósito. A partir de entonces la partitocracia se viste de un blanco impoluto, su fachada se muestra de mármol de Carrara, tan deslumbrante que ciega al espectador, al menos por una larga temporada. Pero las cloacas donde se acumula inmundicia terminan apestando tanto que el hedor alcanza la superficie. Y ese hedor ya inunda las fosas nasales de, al menos, aquellos españoles de bien con sentido común, con higiene mental y, sobre todo, con dignidad.

Lo cierto es que de aquellos polvos falsarios, nos llega este lodo hidratado de aguas fecales. España está a merced de partidos políticos, cuyos dirigentes venden los intereses de la nación al mejor postor, aquel que ofrezca los apoyos necesarios en tales o cuales votaciones en el prostituido Parlamento.  Nos encontramos pues con un PSOE y un PP que han cedido a las pretensiones de las oligarquías autonómicas —vascongadas y catalanas, de forma extrema—. Hoy las instituciones vascas están en manos del Partido Nacionalista Vasco (lobo con piel de cordero ensangrentado), y los EHBildu, Sortu y demás hijos de la asesina ETA, incluidos las franquicias de Podemos, extrema izquierda antiespañola, mientras la ikurriña ondea donde debería hacerlo la bandera de España. Al mismo tiempo, los gobiernos que se han ido solapando en los últimos treinta y siete años han permitido (y favorecido) que en Cataluña, su oligarquía, corrompida hasta las cejas, haya inoculado en una parte importante de su ciudadanía el odio a España. A través de las escuelas, universidades y medios de comunicación, así como de organizaciones subvencionadas, creadas con el único fin de sembrar la inquina a todo lo español, como los son Òmnium Cultural y Asamblea Nacional Catalana, y tantas otras de más o menos relevancia.  

Hoy Cataluña está infectada de un separatismo anti-español absolutamente repulsivo e irracional, aquel que diseñó el más corrupto de los políticos conocidos hasta la fecha, Jordi Pujol i Soley. Este delincuente, enfundado en el nacionalismo catalán, acompañado de una cohorte de gentuza amoral, ha creado un par de generaciones de catalanes obsesionados con alcanzar la independencia de aquella región española. Las manifestaciones y sus consignas, las actitudes fanáticas, las actuaciones histéricas, el descerebramiento colectivo, todo ello pudiera ser argumento para la más alocada tragicómica obra teatral. Sin embargo, no es ficción lo que nos ofrecen los secesionistas catalanes. Es la ofensa permanente a España y la amenaza de su ruptura.

Cuán fácil se lo han puesto los gobiernos de España a los enemigos de la unidad de nuestra patria. Y cuanto más los José Luis Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy Brey , y, tan recientemente, Pedro Sánchez Pérez-Castejón, individuo capaz de vender a Lucifer el alma de su madre por dos meses de poder, cuanto más la dignidad de España entera. Enfrente, ese secesionismo de fulanos mediocres, tales como Puigdemont, Torra y compañía; groseros como Tardà; chulos de burdel como Rufián; violentos como la turba de la CUP. Esto es la partitocracia; la ambición corrupta de las oligarquías que dirigen el destino de España.

El pasado 12 de febrero comenzó el juicio a los líderes del proceso independentista catalán, que llevó a la declaración de independencia. Hasta la fecha, los juzgados, con más o menos fortuna en la escenificación, han estado en su repelente papel. Sorprendentemente, Junqueras declaró su enorme amor a España. Personajillos esperpénticos, pero peligrosos como una víbora bajo la hojarasca. Asimismo, los testigos de la defensa se mostraron como dignos actores de la farsa. Todo según lo esperado.

Y llegó la hora de la declaración de los testigos de la fiscalía, la abogacía del Estado y la acusación popular —que ejerce Vox, partícipe fundamental de la celebración de este juicio—. Declaró Soraya Sáenz de Santamaría, lista como una zorra; la pinchas y no sangra. Lo hizo luego Rajoy, que no sabía o no recordaba la mitad de lo que se le preguntó. Y llegó la hora de quien ostentaba el cargo de ministro del Interior cuando se dieron los nefastos acontecimientos, Juan Ignacio Zoido Álverez. Diríase, de no conocer quién se hallaba sentado frente al tribunal en calidad de testigo,  que se trataba de un pobre hombrecillo acojonado, como poco, ante aquel escenario que pisaba por primera vez en su vida. Su postura, sus gestos, su boca pastosa, su tono sumiso —hasta la vergüenza ajena—, su continuo «no sé», «no recuerdo», ante las preguntas de la defensa, conformaban una patética intervención. Dijo no conocer o no recordar las disposiciones de la fiscalía en relación a la actuación que debían llevar a cabo la Guardia Civil y Policía Nacional en las jornadas del 1 de octubre, durante el referéndum ilegal. Según Zoido, fueron los operativos policiales (los jefes) quienes dieron las órdenes a Guardia Civil y Policía Nacional, ordenes que al perecer él ignoraba. Vergonzosa y miserablemente afirmó «Yo no di la orden», ante el reproche manido de brutalidad policial contra pacíficos civiles votantes, del abogado de uno de los sediciosos malversadores, y omitió lo que un hombre de honor en su situación hubiese añadido: «Pero como si la hubiera dado. Respaldo la orden dada, respaldo la actuación de la Policía y Guardia Civil, justificada y comedida, según actuaban violentamente los defensores de aquella farsa», o algo por el estilo. No lo hizo, escabulló el bulto, miserablemente. Ante la pregunta sobre la fuente de su conocimiento en relación a los graves incidentes a las puertas en la Consejería de Economía de la Generalidad, donde la turba separatista destrozó varios vehículos policiales y acorraló a unos guardias civiles y a una funcionaria del Estado, que tuvieron que refugiarse en el interior del edificio, ante la pasividad de los Mossos de Escuadra, Zoido dudó, titubeó, sobre su conocimiento de los hechos que todos pudimos ver en las televisiones. Sin embargo, no cejó en el empeño de repetir una y otra vez su ausencia de responsabilidad sobre las decisiones del operativo.  Ese es un jefe, sí señor. Pero sí se llenó la boca declarando que condenó y seguía condenando a aquellos que gritaron «¡A por ellos!», al despedir a los refuerzos de Guardia Civil y Policía Nacional que se dirigían a Cataluña. En ocasiones, parecía que los abogados de la defensa regañaran al ex ministro, y éste se justificara.

Esta es una muestra, una más de tantas, de la podredumbre execrable de la partitocracia a merced de la que está España. ¿Sólo nos queda rezar? Yo me niego a ello.

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