Según algunos cálculos, a mediados del siglo XVIII la Iglesia española poseía el 15% de las tierras, el 10% del ganado, el 44% de los ingresos netos, el 76% de los censos y el 2% de las rentas procedentes del comercio, la industria y los salarios; todo ello tenía su origen en donaciones de reyes y particulares, además del obligado diezmo anual (“ayudar a la Iglesia en sus necesidades”) de carácter general.
La persecución de la Iglesia Española a través de expropiaciones de sus bienes materiales empezó en 1768 con la Reforma de Olavide (detrás de la cual estaban los también masones Aranda y Campomanes); ya antes el masón Roda, Ministro de Gracia y Justicia de Carlos III, la noche del 31-III al 1-IV-1767, coincidiendo, casualmente, con el aniversario del Edicto de los Reyes Católicos (expulsión de los judíos, 1492), expulsó a los jesuitas de España y Las Indias y confiscó sus tierras y posesiones.
Por la desamortización del masón Godoy, antes del inicio de la Guerra de la Independencia, se confiscaron los bienes de hospitales, hospicios, casas de misericordia y cofradías, casi todos organismos de la Iglesia. Por desamortización el Estado, por medio de leyes, primero se incautaba, sin pago de justiprecio, y luego ponía en el mercado, mediante subastas, los bienes amortizados, en su mayor parte propiedad de la Iglesia, que no podían ser enajenados ni fraccionados. La desamortización no dejó de ser un mero desfalco bautizado con ese neologismo encubridor.
José I Bonaparte, formalmente el primero de nuestros reyes masones, siguiendo la pauta de su hermano Napoleón I, en 1809 ordenó la extinción de las órdenes religiosas y confiscó los bienes eclesiales. En 1813 las Cortes de Cádiz prohibieron la reconstrucción de los conventos destruidos durante la guerra y suprimieron aquellos en los que el número de religiosos no llegaban a 12; en resumen: supresión de dos terceras partes de los monasterios y conventos.
Fernando VII, en 1814, derogó aquellas disposiciones, aunque el Trienio Liberal -1820/23- las implantó de nuevo y amplió. La intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis permitió que el rey, por otra parte impresentable e indigno, devolviera a la Iglesia parte de sus bienes, permitiendo la vuelta de los exclaustrados y el desarrollo de sus actividades.
La Regenta María Cristina (1833-40), necesitada del apoyo de los liberales, conservadores y progresistas, se entregó a ellos. En 1834, el Ministro Martínez de la Rosa ordenó el cierre de los conventos en los que algún fraile se hubiera pasado a los carlistas, o hubieran colaborado de alguna forma con ellos. Prácticamente, las relaciones España- Vaticano se interrumpieron durante la Primera Guerra Carlista (1833- 40). Al año siguiente, con Toreno como Ministro de Estado, la desamortización de los bienes eclesiales alcanzó tintes trágicos. El masón Álvarez “Mendizábal” (Juan Álvarez Méndez) fue uno de los militares que encabezaron la masónica sublevación de Riego, la que dio paso al ya citado Trienio Liberal e impidió la recuperación de los Virreinatos americanos; fue nombrado nuevo Ministro de Estado y de Hacienda en septiembre de 1835 y un mes después suprimió todas las comunidades de órdenes monacales (colegios, congregaciones, casas de comunidades, las cuatro Órdenes Militares y la de San Juan de Jerusalén; menos, en teoría, algunos monasterios especialmente significados histórica o culturalmente); al año siguiente se pusieron a la venta todos los bienes de los afectados, a la vez que se suprimían definitivamente todas las órdenes religiosas, confiscando todas las propiedades de monjes y frailes y parte de las del clero secular. Aunque algunos monumentos fueron teóricamente protegidos, las pérdidas del patrimonio cultural fueron demoledoras, y mucho más lo fueron para el de la Iglesia (y el de muchos bienes comunales); además, muchos de los bienes fueron mal vendidos a la naciente burguesía, siguiendo igual de improductivos, o más, que antes y no sirviendo lo recaudado para apenas nada. La Ley el 29 de Julio de 1837 añadió la prohibición de ostentar en público el hábito y suprimió su fuero.
El Arzobispo Monseñor León Meurin, Obispo de Port-Louis (en Filosofía de la Masonería), dijo: “el judío Mendizábal había prometido, como Ministro, restaurar las precarias finanzas de España, pero, en corto espacio de tiempo, el resultado de sus manipulaciones fue el terrible aumento de la deuda nacional, y una gran disminución de la renta, en tanto que él y sus amigos amasaban inmensas fortunas. La venta de más de 900 instituciones cristianas, religiosas y de caridad, (…). Del mismo modo fueron tratados los bienes eclesiásticos. La burla imprudente de los sentimientos religiosos y nacionales llegó hasta el punto de que la querida de Mendizábal se atrevió a lucir en público un magnífico collar que hasta poco tiempo antes había servido de adorno a una imagen de la Santa Virgen María en una iglesia de Madrid”.
Durante la Regencia (1840-43) el progresista General Espartero en 1841 aplicó la desamortización al clero secular; aquel año acabó también el diezmo y la dotación de culto y clero. Aquella ley fue derogada por Narváez al comienzo de la Década Moderada (1844-54), devolviéndose los bienes desamortizados por Espartero, y Bravo Murillo firmó el primer Concordato (1851, Pío IX), buscando reparar parte de los atropellos y detracciones anteriores: se devolvieron los bienes incautados al clero regular.
Tras “La Vicalvarada” llegó el Bienio Progresista (1854-56) de Espartero. Pasando por encima del Concordato, la Ley Pascual Madoz, en 1855, arrebató las propiedades “del clero, tanto regular como secular, de las órdenes militares, de las cofradías, obras pías y santuarios, de la beneficencia e instrucción pública”, así como las de otras “manos muertas”. La vuelta al poder de Narváez (Segundo Periodo Moderado, entre1856-68) suprimió todas las ventas y volvió al Concordato.
La masónica revolución conocida como La Gloriosa trajo el Sexenio Democrático o Revolucionario (1868/74); este lapso de tiempo comprendió el destronamiento de Isabel II, un régimen provisional, una regencia, la monarquía de Amadeo I y su abdicación, una república federal, una república unitaria, tres guerras civiles a un tiempo, un nuevo régimen provisional, un nuevo intento de regencia, y finalmente la restauración de la anterior monarquía. El masón General Serrano suprimió todas las casas religiosas fundadas después de 1837, pasando al Estado los edificios, bienes raíces, rentas, derechos, acciones, etc. De nada valían los tratados internacionales, ni las consideraciones culturales.
En este “rigodón” de incautaciones y restituciones, expulsiones y vueltas, se fueron quedando por el camino muchas infraestructuras y bienes, religiosos y civiles, y no pocas instituciones, nunca reparándose totalmente el mal anteriormente hecho. Las desamortizaciones, y medidas similares, de inspiración y factura masónica, quitaron a la Iglesia Española ingentes cantidades de bienes. Las confiscaciones nunca beneficiaron a los pobres, contribuyendo a enriquecer aun más a la burguesía urbana y rural; casualmente, muchos de esos bienes fueron a parar a los “hermanos” de las logias. Y el daño espiritual fue irreparable.
En 1931 a la iglesia española le quedaban 11.921 fincas rústicas, 7.828 predios urbanos y 4.192 censos, de las que fue despojada en parte. Entre los primeros actos legislativos de la República se disolvieron los jesuitas y se creó un Comité de incautación de sus bienes, dirigido por el masón y antiguo Gran Maestre, Demófilo de Buen Lozano; la misma suerte siguieron la Congregación de Nuestra Señora del Buen Consejo y la de San Luis Gonzaga. El Concordato estuvo formalmente vigente hasta poco después del comienzo de la anticatólica Segunda República.
Con el estallido de la guerra, la revolución dio pié a la total confiscación y a la mayor persecución de toda la historia de la Iglesia Católica, no solo en España, sino en todo el mundo a lo largo de dos milenios: la mayor cosecha de mártires. Gracias a la victoria de aquellos que, muriendo por Dios y por España en lo que Roma denominó “Cruzada”, hicieron posible que España volviera a ser católica durante cuarenta años, a la Iglesia española le fueron devueltos sus bienes (los que no acompañaron al “oro de Moscú” o al “tesoro del Vita”), sus templos y conventos fueron reconstruidos, recibió un trato fiscal favorable, se le dio la responsabilidad de la censura moral en espectáculos, prensa, vida social, y, en gran medida, de la educación de la juventud … En infraestructuras Franco, en la inauguración del Seminario Conciliar de Burgos (2-X-1961), dijo: “las cantidades invertidas por el Estado en edificios eclesiásticos, desde el 1 de abril de 1939 a igual fecha de 1959, suman 3.106.718’51 pesetas”.
Pero no es que aquel denostado estado confesional fuera manirroto con la Iglesia, por más que actuando en conciencia la favoreciera (cosa que las diversas CEE quieren olvidar), es que quería reparar una deuda de estricta justicia. Como dijo en 2006 el Obispo de Tarazona, Demetrio Fernández: “Había una deuda histórica por todos los bienes incautados injustamente en las sucesivas desamortizaciones del siglo XIX” (incautados y destruidos en ese siglo y en el XX, concretamente hasta 1939, permítaseme añadir).
Esas deudas y agresiones del Estado a la Iglesia son las que se trataba de reparar con los Concordatos. A ellas renunció en los nuevos “Acuerdos” con el Estado Español, tirando por la borda los beneficios de diezmos de siglos e implantando un modelo, el de la “X” en el IRPF, con muchos y claros defectos y que conducirá al desastre si Dios no lo remedia