Talibanes en casa, moralmente confinados
De todo este tinglado revisionista de los gobiernos «constitucionales» han salido dos leyes que han llamado la atención por odio y por oportunidad: la de Memoria Histórica y la de Violencia de Género. La primera es la que nos interesa para este comentario, porque la otra habrá que tratarla aparte junto a la de eutanasia en próximos artículos. Son pruebas palpables de la medida que puede dar el ser humano para corromper su juicio, atado y bien atado a un comportamiento revanchista. No importa curar heridas -como dicen- sino producirlas, en una batalla desigual por precipitar a este régimen por la pendiente del error permanente. Más que nunca habría que dar la razón al Franco de la II República, cuando le decía a ésta: «Tenéis todo: sólo os falta una cosa: la razón».
Para ser ecuánimes deberíamos dedicar nuestros esfuerzos a plantearnos por qué razones en España malvive la semilla de la destrucción. Con la Constitución de 1978, y a partir de ella, hemos alcanzado cotas increíbles de parecidos o copias aumentadas y corregidas de «Los garrotazos» de Goya. Pero administrados por sujetos sospechosos de delincuencia común apostados e incrustados en los nervios del Estado, que destruyen la vida sin prisa pero sin pausa. En otros lugares del mundo se les llama talibanes, pero entre nosotros carecen de identidad porque sólo obedecen al nombre de fanáticos rodeados de analfabetismo en unos casos y de ilustración cargada de monedas de oro en otros.
El caso de Tenerife
Santa Cruz, capital de la isla, tiene un hermoso monumento que se debe a Juan de Ávalos. Se inauguró en el nombre de la Paz, como homenaje, sin producir heridas, al bendito don del adiós a las discordias, a las armas y al sagrado y ansiado bien común. Y se materializó en un ángel que despliega sus alas sobre un firmamento que es el mismo para todos.
Pues bien: es el objetivo más preciado últimamente para sacarlo de su emplazamiento, y para ello ya han puesto sus ojos en él las vestales del activismo ilustrado de los especialistas en pico y martillo. Su guerra es ésta: volver a la guerra. Y para ello no calibran el valor artístico que tienen las cosas. La asociación San Miguel Arcángel, creada para defender el patrimonio nacional, está desarrollando una intensa campaña en todo el territorio insular para llamar a los españoles a defender lo nuestro frente al fanatismo ilustrado de una serie de talibanes domésticos que amenazan siempre con derribar, jamás con levantar, erigir o edificar.
Me acuerdo de lo que hicieron los «gobiernos constitucionales» -me da lo mismo PSOE que PP- cuando llegó la Monarquía parlamentaria en relación con el patrimonio sindical. Conocí bien a los ilustres abogados patrimonialistas que se pusieron al frente de ese cometido, que se vieron obligados a entregar a la UGT y Comisiones Obreras el aún mayor y rico patrimonio que había creado el Estado del 18 de Julio. Así recibieron los edificios de la Casa Sindical del Paseo del Prado, la monumental y artística sede de la Avenida de América -casa central de la Delegación Provincial de Sindicatos- y muchos bienes inmuebles más mientras se les negaba a los anarquistas libertarios, que eran los únicos que habían sido titulares de verdadero patrimonio durante los tiempos brutales de la II República.
Seguir en combate
Es la única solución. Estar siempre alerta contra esta pandemia, muy superior en virus salvaje que la que estamos soportando. Por todas partes aparecen seres que parecen bacterias infectando el aire de los usos y costumbres de España, del orden natural y del respeto a los vivos y a los muertos. Llevan en la frente el signo de la Bestia de la que nos hablan las Escrituras, eso sí, cargados de subvenciones, oro líquido para sus fechorías y afianzamiento del hambre de muchos millones de compatriotas que se encuentran moralmente confinados como fruto de la brutalidad y la estulticia.
España tiene que volver a ser la que se rebeló allí mismo, en Las Raíces de Tenerife, un verano del 36 para dotar a España de respeto a la vida, de honra a los muertos y de plegaria gloriosa como oración al Padre, principio y fin de todo lo creado.