Las elecciones andaluzas han sido cualquier cosa menos andaluzas. Los votantes han descargado en ellas todas las inquietudes, incertidumbres, certezas, miserias, miedos, presunciones y evidencias que puedan caber en un sentido nacional, pero jamás autonómico. Casi 40 años de mandato socialista no es que hayan empañado y hasta ensuciado unas instituciones; es, sencillamente, que ellos las crearon ex novo, las organizaron, las ajustaron a sus convicciones, las manipularon a conciencia y ahora, cuando ya no hay más de donde sacar, porque se lo han llevado todo, entonces estallan. Pero esto no ha ocurrido ahora; sucedía desde los tiempos «gloriosos» de Felipe Gonzáles -la memoria es muy olvidadiza- y de su compadre Alfonso Guerra y sus «enmanos», que hicieron de Andalucía una piscifactoría para surtir de recursos alimenticios al resto del territorio español. Y no hay mal que 40 años dure…

Si a eso se le añade que otro ejecutivo socialista está en el poder, aupado por todas las fuerzas políticas que en el aspecto nacional español representan -como en la definición clásica del infierno- «todo el mal sin mezcla de bien alguno», es natural que el voto se desparrame en un abanico de posibilidades que de algún modo le digan al poder general, al autonómico, al local y hasta al mediopensionista que de aquí no pasamos, porque ha sido mucho el descaro, el apaleamiento, y hasta la traición de unos y la blandenguería de otros, para que sigamos tirando de este carro de vividores. Y esto tampoco desde los tiempos más recientes de Griñán o de Chaves, o más alejados, cuando los padres de este último asistían entusiasmados a los actos de Fuerza Nueva en Sevilla, sino de ahora mismo, cuando España se consume entre seres empecinados en dar con sus huesos en una fosa común.

El año que acaba de terminar ha sido un retrato fidelísimo de la descomposición de la sociedad española, capaz, durante esa Transición esplendorosa, de dar seres como Rajoy -sin convicciones y sin fe-, como Sánchez -capaz de llegar a acuerdos con el demonio para seguir-, como Torra -un hombre de características ideológicamente antropoides con bastante poder-, como Otegui -un pistolero convertido en político de consulta-, y como tantos otros que están jugando con las cosas de comer. Pero todos ellos, los nombrados y los que se nos ocurran en dicho trasunto, han tenido unos profesores ejemplares en el sucesor de Franco, en el jefe del Movimiento de Franco y en el teniente general del Ejército de Franco que se puso, rodeado de luces y sombras de un pasado nebuloso, a servir políticas que no es que fuesen reformistas, sino abiertamente contrarias a los intereses de una España que tiene y debe ser sustancialmente la misma con Franco y sin él.

Los españoles de a pie viven hoy de milagro, empezando por los pensionistas, que cuentan con ingresos mermados cada año por la pérdida de poder adquisitivo, y que se amparan, según nos dicen, en la propiedad de la vivienda que adquirieron o que heredaron de décadas anteriores; O los jóvenes talentos con masters o doctorados que friegan platos o baños en Londres; o el 40% de ellos que no trabajan en Andalucía; o la ola de descomposición que se vive en los barrios de las ciudades tomadas por bandas donde manda la droga y no puede entrar la policía; o la cantidad de crímenes que se cometen en el aspecto doméstico y en cualquier otro, hasta el punto de llenar espacios completos y específicos de radio y televisión; o el desgarro social que produce la llamada «prensa rosa», donde se hace apología del vivir sin fronteras morales en ningún aspecto, y encima da la sensación de que llaman «tonto» al que no lo imita; o la mansedumbre, buenismo y piel escurridiza de los obispos de España que no deben saber, o si lo conocen es peor, que tantos abortos contabilizados en la sociedad son equivalentes a tanta necesidad de compensación humana en las naciones. Y eso sin contar con que se trata del crimen más abominable que nadie pueda imaginarse.

Y aunque haya buena voluntad, esto no se arregla con elecciones, porque el mismo sistema permite resquicios o trampas que anulan el propio voto, o lo transforma, o lo desfigura, para llegar, incluso, a situaciones como la actual, donde se enfila una dirección que nos lleva a la segregación del territorio nacional y al abandono de sus moradores. En ese ambiente peligra la economía , nadie se fía de nadie y aparecen los bribones, los comisionistas, los escuchas, las damas de compañía con su poder vicario de intrusismo social y político y todas las miserias humanas amparadas y protegidas bajo el paraguas sagrado de la libertad. «Libertad ¿para qué?», decía Lenin. Para él, para matar en nombre del proletariado: Para los cristianos y para la España eterna, para servir la justicia y construir la paz sobre el cimiento inamovible de la fe.

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